En la puerta de la consulta había un cartel que decía: Si us plau, espereu a que us fem passar. Y yo solo podía imaginarme a la psiquiatra mirando el reloj mientras alguien le explicaba que tenía ganas de morirse. Me preguntaba si para ella solo éramos una lista de la compra.
Leche depresiva, listo.
Azúcar con intenciones suicidas, bien otro más.
Cereales con ansiedad, hecho, seguimos llevando cinco minutos de retraso.
Un cuarto de hora. Unas pocas palabras. Unas recetas. Un papel para la próxima visita. El tiempo de espera casi siempre superaba al tiempo de consulta.
No era la primera vez que venía y no estaría aquí de no ser porque Gerard depositaba sus esperanzas en todo esto.
Al notar que por mi propia cuenta no lo iba a hacer, cogió cita con la doctora de cabecera y me acompañó expresamente. Entró conmigo en la sala. Quizá tenga depresión, le dije a la doctora. ¿Quizá? ¿Quién le ha diagnosticado?, me preguntó con un deje de reproche. Solo digo que quizá pueda tenerla.
¿Cómo de colapsado está el sistema como para que te traten así?
Y entonces empezó otra lista de la compra:
¿Hay antecedentes familiares? No, creo que no.
O quizá sí, eso explicaría muchas cosas de mi padre o de mi madre, pensé.
¿Duermes bien? No.
¿Te sientes cansada? Sí.
¿Tienes apetito? No.
¿Cómo te has sentido las últimas semanas? Deprimida.
¿Tienes pensamientos suicidas? Sí.
¿Cómo cuáles?
Miré a Gerard, estaba apretando los labios y miraba uno de los focos del techo. Tragó saliva porque vi su nuez subir y bajar. Los ojos le brillaban. Me pesaba más su sufrimiento que mi dolor.
No quería explicarle a esa mujer delante de mi marido que cuando cruzo la calle pensaba que ojalá me atropellaran, que guardaba en mi memoria aquellos pasos de peatones a los que yo llamaba puntos rojos, donde los coches van tan rápido que si cruzara en rojo me llevarían por delante como un muñeco de trapo. Que cuando cogía el metro contaba el tiempo que tardaba el tren pararse, que si me lanzaba en el final de la vía probablemente al conductor no le diese tiempo a parar. Que los trenes sin parada me trocearían. Que las cuchillas de afeitar de Gerard podrían servir para cortarme las venas. Que a veces pensaba en comprar un montón de pastillas para dormir. Que no quería sentir. Que ojalá estuviera muerta. Que qué hija de puta por preguntarme eso delante de él.
A veces pienso en comprar pastillas y tomármelas, le contesté. Era la respuesta más inofensiva.
¿Hay algo que te lo haya impedido hacer hasta ahora?
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Al otro lado del silencio
General FictionSi no tenía el bebé sería considerada una asesina, pero si lo tenía sería una suicida. *** Ninguna persona debería verse obligada a tener un hijo que no quiere, eso es lo que le había dicho su novio. Lina hubiera abortado. ¿Pero cómo? Iba a ser un m...