Un lugar inhóspito, la sala del trono. Arskel siempre lo había pensado, pero había algo en aquella gélida hostilidad que le recordaba que se encontraba en su hogar, en el frío y húmedo Archipiélago de la Serpiente. No habría encajado que las paredes de piedra oscura y áspera estuvieran escondidas tras telas de colores alegres que representaran escenas de la vida cortesana, ni que desde los bastos portones de madera hasta el trono de granito, tan imponente allá arriba en su tarima de roca, serpeara una alfombra. No habría tenido sentido que las pieles de animales y telas simples que vestían los pocos hombres y mujeres que había ya allí hubiesen sido sustituidas por llamativos rasos y terciopelos cosidos para dar forma a excéntricas y pomposas prendas. No, en el Norte no se podían permitir nada fútil: aquello que no resultara práctico pronto encontraría su lugar en el interior de alguna galera mercante, destinado a ser cambiado por armas o alimentos en el sur. Se decía que a los sureños les encantaba lo prescindible, y como a Arskel nadie proveniente de las tierras meridionales le había demostrado lo contrario, creía esos rumores a pies juntillas.
Cuando los guardias le abandonaron en medio de la estancia y se retiraron a algún lugar entre los presentes, Arskel no se arrodilló ante el trono. A nadie le extrañó. Como príncipe que era, no estaba obligado a hacerlo. Ragnarök, su dragón, permanecía inmóvil junto a él con los ojos de reptil, que parecían estar hechos de hielo, atentos a cualquier amenaza. Nadie dijo nada, ni siquiera se oyeron murmullos apagados de fondo. El único sonido fue el de los ropajes del rey rozándose entre sí al levantarse. La reina ni siquiera se había molestado en presentarse.
—Arskel Jörmundgander, príncipe heredero de la Corona de las Islas de la Serpiente, hijo de Gungnir Jörmundgander y Elysea Ash'baal. Mi hijo —empezó con voz ronca y profunda. Al muchacho le pareció entrever tristeza en sus palabras—. Se te ha convocado a esta sala porque el Consejo ya ha acordado la pena que deberás cumplir por tu delito.
Lo había supuesto, pensó el Arskel con amargura. ¿Para qué otra cosa le iban a llamar, después de lo que había ocurrido durante los últimos días? Llevaba encerrado contra su voluntad en su habitación desde que su padre descubrió lo que todo el mundo se empeñaba en llamar sacrilegio. ¿Tan malo era recurrir a la magia negra, y más teniendo en cuenta que sus intenciones habían sido buenas? Tal vez la ambición había hecho que tirara más de la cuerda e intentase hacerse más poderoso mediante la hechicería prohibida. Tal vez la supuesta motivación de revivir a su madre solo fuera una mera excusa para hacerle parecer inocente a los ojos del Consejo. Tal vez fuese cierto lo que le decían los cuervos: que una parte de él era tentada por la oscuridad a la menor ocasión, y que no podría resistirse a ella mucho más tiempo. Lo que había sucedido tan solo era el preludio de algo más grande y tenebroso.
Tomó aire para no soltarlo hasta que el rey pronunciara la sentencia. Muerte. Exilio. Mutilación. Esclavitud. Todo podía ser. Se había imaginado su vida siguiendo las distintas condenas. Se las podría arreglar si le cortaban una mano o incluso —los dioses no lo quisieran— ambas. Aunque el exilio fuese duro, por lo menos le otorgaba la oportunidad de vivir y empezar de cero. Pero no concebía una existencia como esclavo. Prefería morir a ser un vulgar sirviente entre todos aquellos que un día habían atendido sus regios caprichos.
A aquellas alturas, lo único que tenía claro era que fuera cual fuese la sentencia, la cumpliría sin rechistar. Si querían ejecutarle, así se hiciese. Bastante se había deshonrado ya a sí mismo y a su familia como para intentar escapar de la condena y convertirse en un proscrito. La cercanía de la muerte le aterrorizaba, pero había tenido tiempo de sobra para mentalizarse, y aun en esos momentos, mientras aguardaba deseando que el Consejo hubiese sido clemente con él, exhibía un porte digno y solemne.
—Por la práctica de magia negra te despojamos de todos tus títulos y derechos y te desterramos de las Islas de la Serpiente y demás territorios gobernados por la Corona de estas. —Al monarca parecían dolerle todas y cada una de las palabras, como si se tratara de afiladas cuchillas que atravesaban su garganta—. Tienes hasta medianoche de este día para abandonar el reino. El retorno significaría la muerte.
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El ladrón de dragones
FantasiCayn no es más que un ladrón hasta que la vida le pone delante el botín más valioso que pueda imaginar: un huevo de dragón. A cientos de leguas de distancia, el príncipe Arskel, heredero del trono de las Islas de la Serpiente, es exiliado y despoj...