Capítulo 1

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Justo cuando creía que el día no podía empeorar, resultó que tenía Biología Molecular en vez de Química y que me había traído el cuaderno que no era y una calculadora roñosa que no necesitaba. Maravilloso. Me miré con desdén en el reflejo de las puertas de cristal de la facultad, con mi figura de gato mojado devolviéndome la mirada. Por no traer, no había traído ni paraguas.

—Matilda, tienes las neuronas justas para echar la tarde. —murmuré mientras me echaba a la espalda la mochila raída que siempre llevaba, lista para hacer el ridículo.

Caminé hacia el aula en la que tenía la clase cabizbaja y con el pelo, que me lo acababa de lavar, completamente chafado por la tormenta que había fuera. Los rizos blancos se me pegaban a la nuca como si fueran algas y... ¿Papel?

Escuché un berrido inconfundible en la distancia, proveniente de la cafetería.

—Tú, Matilda, hay que mirar por la ventana antes de salir de casa. —gritó Connor desde su mesa de plástico cutre, rodeado de compañeros de la carrera y gente aleatoria que se había reunido a jugar a las cartas. Me había lanzado una carta del UNO a la nuca y, lo que es peor, había acertado.

—Bueno, perdona por no ser adivina, el cielo estaba perfectamente cuando iba a salir. —dije mientras me acercaba a la mesa, haciendo gestos muy denigrantes para sacarme la carta del cuello de la camiseta.

—Pero haberlo mirado en el teléfon...oh

—Con este Nokia tan viejo como mi abuela lo único que podría ver son las estrellas si me lo reviento contra la cabeza.

—Mi más sincero pésame. —dijo Connor, acomodándose en aquella silla de plástico que solo servía para dar dinero a los quiroprácticos.

Me fijé en que a su lado estaba Katrina, la Erasmus con la que llevaba de lío desde que empezó el curso. La muchacha de pelo negro y tez morena me saludó rápidamente y siguió inmersa en aquella batalla campal que era el UNO. Le devolví el saludo y, durante un instante, recordé la noche en la que tuve que tirar tres enciclopedias contra la pared del cuarto de Connor para que dejasen de liarla o liarse o yo no sé ni lo que estaban haciendo ya. Suspiré.

—¿Qué pasa, aún no superas el final de la primera temporada de Física o Química? ¿Te quedaste llorando hasta la madrugada y por eso has llegado hoy a clase? —se alzó de la silla y me dio una palmada en la espalda, invitándome a que me sentase.

—Connor, eres un cabrón —me dejé caer sobre una silla chirriante—. ¿Tú sabes la llorera que me pegué con esa serie?

—Claro que lo sé, si estamos viendo la serie juntos. Yo también lloré, pero de risa. —dijo mientras lanzaba con violencia varias cartas contra la mesa.

—¡Es una buena serie! El momento en el que...

—Chitón, que me la estoy viendo yo también por las risas y si dices el final ya no me voy a reír igual. —dijo Reagan, uno de los amigos de Lorris (un pavo que estaba pilladísimo por Connor, todos lo sabemos menos él, que es densísimo) mientras miraba las cartas con una concentración nunca vista.

—Ay, Matilda, te tengo que poner alguna otra serie para que veas algo decente. Entre eso y las novelas porno cutres...

—Un respeto a Amante oso y a La Bárbara de la costa, por favor.

A ver, no podía discutirle a Connor lo de la poca variedad de series que había visto en mi vida. Antes de venir a la ciudad a estudiar y cruzarme con Connor en el zulo al que llamamos «piso de estudiantes», yo solía vivir en el campo con mi abuela. Mi abuela siempre solía decir que en sus tiempos había dos cadenas en la televisión: la 1 y la 2. Y las dos eran malísimas, así que no teníamos ni televisión ni nada. Aunque he de decir que yo tenía más opciones para mirar: podía asomarme por la ventana y ver a las vacas del vecino, salir al campo a pastorear las cabras o mirar cómo crecía el césped. Apasionantes todas. Metiéndonos en entretenimientos más lujosos, podía leer la Biblia para la misa de los domingos, tocar la guitarra o leer enciclopedias de naturaleza, porque en aquella casa solo teníamos dos extremos: la Biblia y las enciclopedias. Eran interesantes, pero mi pasatiempo favorito era la guitarra, la verdad. Además, me ha servido para ganar pasta: a veces, Connor y yo vamos al centro y tocamos algo a ver si los guiris nos echan un euro. Solemos ganar 20 euros hasta que viene la pasma y nos tenemos que ir corriendo por no tener permiso para tocar ahí. Menuda tontería, en mi pueblo podía tocar donde se me pusiese. La voz de Connor y un sonido de metal estampándose contra la mesa me sacaron de mis pensamientos de vacas, guitarras y policías.

Donde se refugian las velas // Candlekeep AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora