Capítulo 5. Miradas siniestras

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La mirada vacía de la joven demostraba que todo había acabado. El perrito lamió las manos que no iban a acariciar a nadie nunca más. Le había resultado muy complicado conseguir una nueva chica, y en ese momento que vivía en el centro de Zaragoza, deshacerse de ella sería más difícil todavía. Pero había sido un impulso y no lo pudo evitar. Desde que se mudó de nuevo a la capital, tras salir de la cárcel de Morón de la Frontera, en Sevilla, ya hace seis meses, se había comportado tan bien que hasta el funcionario que le vigilaba, limitaba las reuniones a una vez a la semana en su despacho. Incluso le había felicitado por tener un perro, sin saber cuál era su uso primordial.

Esta vez había cambiado de método. Así no lo relacionarían con esta nueva chica. Había comprado unas bolsas de basura grandes y la envolvería bien. La llevaría a algún lugar especial y después se iría a vigilar al policía. Lo había localizado en una calle poco transitada en el casco viejo de la ciudad, al menos la moto estaba allí. Aún tenía amigos entre la gente de la calle y le habían ayudado a encontrarla. Eso le costó media paga, pero valió la pena. Ahora iba a recoger su casa y llevaría el paquete al Parque del Agua. Allí no había vigilancia cuando amanecía. De hecho, solía pasear a menudo con el perro por ahí, y había encontrado varios lugares donde era muy sencillo ocultar cualquier cosa.

El parque era muy tranquilo y tenía unos paseos casi escondidos, una zona de agua con juncos y otras hierbas que crecían un poco salvajes. Entre esas zonas de vegetación, había caminos de madera por los que podría pasar. Ahí, la vegetación ocultaría el liviano bulto. Todavía estaba muy fuerte, a sus cuarenta y pico; la cárcel le había curtido y puesto en forma.

Se levantó a las cuatro de la mañana y sacó a pasear el cachorro. Ya se estaba empezando a cansar de él porque era «demasiado cariñoso». Lo mismo se deshacía de los dos a la vez. Cargó el cuerpo en un viejo coche de segunda mano que le había conseguido un vecino y también se llevó el perro. Decididamente, el próximo perro sería mucho más pequeño.

El coche protestó, pero se puso en marcha, No había nadie por la calle, pero aun así condujo despacio. No quería que la policía le parase por una tontería. Ya sabía muchos trucos sobre ello. Los más tontos eran pillados por esos detalles; él los cuidaba todos. Si no hubiera sido por el policía que lo siguió hasta dar con él, todavía seguiría libre. Atravesó el puente de hierro y se digirió hacia la ribera del Ebro. No había mucho tráfico, así que se deslizó por la calzada. El mastín miraba por la ventana sacando un poco la cabeza. Llegó enseguida al parque y se metió por el camino que solían usar los coches de mantenimiento y jardines. Ya había investigado, sólo por si acaso. Llegó a la zona de los juncos y paró el coche. Se echó el cuerpo al hombro y se dirigió hacia el lugar donde había calculado que era el menos transitado. No es que no quisiera que se descubriera, pero prefería que tardase algunos días. Echó el bulto con fuerza en el centro y los juncos se abrieron y después cerraron para acogerlo en sus brazos. Era casi poético. La chica era una prostituta, pero tan delicada que tan apenas nadie pensaría que lo era. El perro miraba curioso el lugar donde había desaparecido. Bueno, quizá no era el momento de deshacerse del perro. No había llevado el instrumental necesario. Viviría otro día más.

Se metió en su bolsillo el pequeño regalo, ese detalle que siempre guardaba. A pesar de cambiar su propio «método», no había podido evitar trenzar el cabello y cortar una de las trenzas al ras del cabello. Para su colección.

Si esos estúpidos policías supieran de su caja secreta donde guardaba sus más preciados recuerdos... en lugar de detenerlo por tráfico de cocaína que guardaba en las cajas de patatas gallegas, y pasar sólo diez años por ello, no hubiera salido todavía ni seguiría disfrutando de su más íntimo placer. Aquellas patatas... de ahí le pusieron el nombre en la cárcel, el «cachelo». Sólo su compañero de celda fue su confesor, y lamentablemente al salir, tuvo que encargarse de él, para que no se fuera de la lengua, igual que no diría nada la única chica que le sobrevivió y a la que enviaba postales todos los años, para celebrar su encuentro y recordarle que, si hablaba, se encargaría de sus hijos y de toda su familia.

Estaba sudando a pesar de la fresca mañana. Bien, ahora se iría a desayunar un chocolate con churros para celebrarlo. La verdad es que estaba satisfecho. Y después, vigilaría el lugar donde se alojaba el policía. 

Llamadas calientesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora