Yo no estoy en el menú

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Frank

Me duché lo más rápido que pude, me puse la ropa que Hazel había preparado —una camiseta verde aceitunada y unas bermudas beis, ¿en serio?—, y después tomé mi arco y carcaj de recambio y subí la escalera del desván.  

El desván estaba lleno de armas. Mi familia había reunido suficiente armamento antiguo para abastecer a un ejército. Escudos, lanzas y carcajs de flechas que colgaban de una pared; casi tantos como los del arsenal del Campamento Júpiter. En la ventana trasera había un escorpión montado y cargado, listo para la acción. En la ventana delantera había algo que parecía una ametralladora con varios cañones. 

—¿Un lazacohetes? —pregunté en voz alta. 

—No, no —dijo una voz en ele rincón—. Patatas. A Ella no le gustan las patatas. 

La arpía se había hecho un nido entre dos viejos baúles. Estaba posada en un montón de pergaminos chinos, leyendo siete u ocho al mismo tiempo. 

—Ella, ¿dónde están las chicas? —pregunté.

—Tejado —Ella miró hacia arriba y luego retomó la lectura, toqueteándose las plumas un momento y pasando páginas al siguiente—. Tejado. Vigilando a los ogros. A Ella no le gustan los ogros. Patatas. 

—¿Patatas? 

No entendí hasta que giré hacia la ametralladora. Sus ocho cañones estaban cargados de patatas. En la base del arma había un cesto lleno de más munición comestible. 

Miré por la ventana: la misma ventana desde la que me había mirado mi madre cuando había conocido a los osos. En el jardín, los ogros se apiñaban empujándose unos a otros, chillando a la casa de vez en cuando y lanzando balas de cañón de bronce que estallaban en el aire. 

—Tienen balas de cañón —dije—. Y nosotros un arma de patatas. 

—Fécula —dijo Ella pensativamente—. La fécula es mala para los ogros. 

Otra explosión sacudió la casa. Tenía que subir al tejado y ver cómo les iba a Diana ya Hazel, pero me sabía mal dejar a Ella sola. 

Me arrodillé a su lado, con cuidado de no acercarme demasiado. 

—Ella, aquí no estás a salvo con los ogros. Dentro de poco viajaremos a Alaska. ¿Vendras con nosotros? 

Ella se movió incómoda. 

—Alaska. Un millón seiscientos veintidós mil cuatrocientos treinta y tres kilómetros cuadrados. Mamífero autóctono; el alce. 

De repente pasó al latín, que entendí a duras penas gracias a las clases del Campamento Júpiter: 

—"Al norte, más allá de los dioses, la corona de la legión espera. Cayendo del hielo, la hija de Neptuno ahogo encuentra..." 

Se detuvo y se rascó su despeinado pelo rojo.

—Tararear. Quemado. El resto está quemado. 

Me costaba respirar. 

—Ella ¿era... era eso una profecía? ¿Dónde la has leído? 

—Alce —dijo Ella, paladeando la palabra—. Alce. Alce. Alce. 

La casa volvió a sacudirse. De las vigas cayo polvo. En el exterior, un ogro rugió: 

—¡Frank Zhang! ¡Sal de ahí! 

—No —dijo Ella—. Frank no debe salir. No. 

—Tú... quédate aquí, ¿vale? —dije—. Tengo que ayudar a Hazel y Diana. 

La Hija De NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora