Capítulo octavo: Cosechas lo que siembras

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Lett Salad

El portador de dicho nombre y apellido era lo que se pudiese considerar una persona modelo. Lett era un hombre inteligente, acaudalado, trabajador y serio; encajaba en el perfecto molde de la sociedad y, a su vez, su familia entera también lo hacía.

Su esposa, Berenna, era una mujer que podía mantener el perfecto equilibrio entre la vida de hogar y la laboral; sus hijos, Annia y Kyabe, unos niños perfectamente bien portados cuyos nombres aparecían sin falta en el cuadro de honor de la escuela privada a la que asistían.

Por su parte, la historia de vida de Lett era un verdadero modelo de superación personal. Nacido en el seno de una familia disfuncional, violenta y de escasos recursos, con un padre golpeador y una madre sumisa además de ciega ante el constante abuso que el jefe de familia cometía; siendo sus hijos las mayores víctimas de sus constantes ataques de ira. Durante años, se esforzó por ser el orgullo de sus profesores sacando las mejores calificaciones y dando lo máximo de él pese a su evidente desventaja económica, además de psicológica. También cabía recalcar que, su personalidad pasó de ser una realmente suave y empática, similar a la personalidad de su madre; a ser fuerte, imponente y más acorde al ideal masculino que tanto se celebraba en aquella época o en cualquier otra.

Sin duda, Lett era considerado uno de los mejores partidos para cualquier mujer.

Sin embargo, cuando las puertas de su hermosa y extensa casa se cerraban, el verdadero ambiente familiar salía a la luz. Los golpes, gritos y amenazas de muerte eran moneda corriente en aquel lugar, así como las escapadas de la adolescente de la familia y el constante miedo por parte del pequeño niño de diez años. En esa casa todos eran igual de miserables incluso con su posición económica relativamente acomodada.

Kyabe, el menor de los hermanos Salad; era un chico asustadizo, tímido, obediente y de pocas amistades, características que alguna vez se relacionaron con su padre en su juventud. Por supuesto, para este último el radical parecido tanto físico como de carácter que su hijo había resultado tener no era ni de lejos motivo de orgullo; en cambio, era motivo de una profunda vergüenza, vergüenza causada por la supuesta debilidad que el menor había heredado de él.

Kyabe nunca fue capaz de hacer sentir orgulloso a su padre. Su sensibilidad, afable carácter e incapacidad de ser agresivo eran suficiente justificación para recibir constantes insultos y vejaciones por parte de su progenitor, así como expresiones de asco por parte de su madre al parecerle su existencia un enorme recordatorio del error que cometió al casarse y haberlo tenido.

La inestable relación y posterior divorcio de sus padres, los constantes abusos físicos y psicológicos de su padre y la ausencia de su hermana mayor hicieron que el joven comenzara a presentar tendencias suicidas a una edad alarmantemente temprana, cosa que arruinó aún más la ya de por sí manchada reputación del rígido hombre que tenía por padre, lo cual ocasionó que este comenzara a llevarlo a cuanto especialista pudiese encontrar. Esto, lejos de ayudar al joven a mejorar, solo terminaba en múltiples abusos por parte de sus terapeutas y, posteriormente, medicación que lo dejaba completamente sedado y en el mínimo de funcionalidad.

La única motivación que lo mantenía lejos de escuchar a sus constantes ideaciones suicidas era su mejor amigo, Frost. Así como él, Frost no venía de una familia estable, sus padres además de encontrarse en una situación económica muy precaria habían perdido su custodia cuando él cumplió nueve, por lo que vivía con su tío Cold y sus dos primos, Freezer y Cooler. Como podría esperarse, el chico de cabellera índigo y ojos rojizos era un experto en meterse en problemas y a su vez en arrastrarlo a cualquier cosa que se le ocurriera; ya fuera extendiendo sus horas de receso al escaparse de clases o planeando venganzas contra aquellos niños crueles que a menudo lo molestaban.

Frost... eres un idiotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora