Parte Primera

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Son las dos y media de la mañana y mis ojos siguen ligeros. Se escucha al fondo una melodía creada por la lluvia, acompañada del aire y los truenos. Un rayo de luz atraviesa la ventana, evitando que todo torne oscuro. Todo duerme y permanece en calma.

A veces pienso en el tiempo. Si va despacio, si va demasiado rápido como para poder cogerlo de la mano, o si me quedan minutos por bailar entre bares y verbenas.

Qué es lo que hace iniciar una conexión. Una chispa, una mirada, una sonrisa o un intercambio de palabras. Yo solo pienso en aquella tarde de julio en la que el té estaba demasiado frío y el aire demasiado cálido. Aquel chico del polo azul y las bermudas beige en el portal de enfrente. No sabía su nombre, pero esa cara me había llamado la atención.

Fue entonces cuando decidió cruzar y, para sorpresa mía, se sentó en la silla más cercana. No recuerdo como nos saludamos, pero verle de cerca me asombró todavía más. ¿Qué me estaba pasando? Tenía la piel pálida, como si de la arena de una isla tropical se tratase, suave y aterciopelada, le acompañaban dos ojos cuyo brillo acompañaba al precioso color miel de sus iris.

Fue entonces cuando sonrió, y supe que le querría para siempre. Han pasado tres años desde aquel encuentro, y sigue embobándome esa sonrisa junto con esos ojos caramelo.

La sonrisa del veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora