El árbol de las ardillas

Sentencia de muerte II

Salí de aquella sala con la pared pintada en la cara y con aquellas palabras dando vueltas en mi cabeza.
Sin darme la vuelta, con la mirada fija en los siguientes pasajeros del corredor de la muerte, dije con la voz titubeante:

- Gracias.

Tras de mí, aquella mujer que estaba a punto de perderme de vista, preguntó:

- ¿Gracias?
- Supongo que no es fácil arrancar el alma de desconocidos a diario.

Me fui de aquel angosto infierno blanco sin decir nada más y comencé a andar sin rumbo. No quería volver a casa, no quería ver a nadie, tampoco sabía qué hacer.

Comencé a andar, sin destino alguno, siguiendo donde quiera que fueran mis pies. Mi cabeza comenzó a nublarse, comenzó a chillarme por todo lo ocurrido aquella noche, ya lejana.

No me perdonaban, no dejaban que aquel alma ya destrozada continuara hasta su final. Me gritaban, me condenaban, me sentenciaban de muerte. Sentenciado para la eternidad.

Llegué a las afueras de la ciudad, el sol se había puesto y solo me acompañaba el ruido lejano de los coches en la autovía. Y una voz silenciosa, que no pensaba ni me decía qué hacer, que ya no me marcaba un rumbo como siempre había hecho.

Llegué a la autovía, las luces de los coches que venían de frente hacían pequeñas mis pupilas mientras se cruzaban a toda velocidad.

Avancé unos metros y me paré, esperando que alguien me cogiera del hombro gritando "hemos encontrado una cura", pero no fue así, nunca la encontrarían, había llegado mi fin.

Comencé a andar, saliéndome del arcén, desdibujado en la carretera, intentado cruzar al otro lado sin pretenderlo.

De repente, una luz amarilla me iluminó el cuerpo entero. Y cuando no podía ver más allá de la luz, recordé mi niñez, sin preocupaciones ni visitas al hospital, sin dolor. Y en ese momento, me di cuenta de que había sido feliz, y ahora lo era, de nuevo, por última vez.