Capítulo I. Recuerdos melancólicos.

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En el cuarto oscuro, Ray, sintió la implorante necesidad de levantarse para subir las cortinas. Ahora, con la luz iluminando los párpados de todos, uno a uno fueron despidiéndose de los sueños para pisar tierra firme. Los mayores, Ray y Norman, se turnaron para atar los cordones de los menores mientras Anna, Don y Nat acomodaban los colchones.

Inconcebiblemente largo fue el camino que la mano de Gilda trazó sobre el aire para tomar sus anteojos. Una vez con el cuerpo erguido, la muchacha caminó hasta los pies de Jemima y Phil, tirando de ellos para que los pequeños despegaran las mejillas del colchón.

No les tomó más de diez minutos bajar las escaleras, rechinando la madera. A Norman no le fue indiferente la extraña nueva costumbre que había adoptado Emma en aquellos años apartada del resto; ya no gritaba los buenos días para empezar las mañanas juntos, más bien, madrugaba en silencio abandonando la casa antes de que el sol asomara la frente.
Una mano descansó en el hombro de Norman mientras este perdía el control de su mirada en la puerta de entrada.

—Seguro fue a comprar más clavos para terminar las sillas —dijo Ray, sarcásticamente.

Norman amplió una sonrisa despreocupada. Trataba de no determinar el estado de Emma en base a suposiciones propias, sin embargo cada acción tiene su consecuencia y años de traumas arrastran métodos de defensa debatibles.
Ray no se quedaba atrás, aunque engañara a su mente, despertó con la angustia del mutismo que lo llevó a tomar el primer paso.

Una campanilla sonó a lo lejos.

—La mesa está lista —sonrió Phil, de expresión calma pero llena de luz. Su mano se movía al compás de la campana.

Todo era distinto, claro que sí, pero las pequeñas costumbres familiares seguían amparando el vacío de la familia. Habían pasado por tantos títulos; "los huérfanos", "el ganado", "la amenaza", "la esperanza", "los acogidos", pero sobre todo su mejor etiqueta era aquella que llevaban escrita en el cuello junto a sus números, "los sobrevivientes".

Cucharada bajaba, cucharada subía y la comida en los platos desaparecía. Ray miró de reojo el plato frío de Emma mientras su mandíbula tiritaba al masticar. Su amiga había perdió sus recuerdos, su esencia, inclusive su nombre, sin embargo, parecía igual de caprichosa que antes al no querer dejar atrás esa pésima costumbre de guardarse las cosas para no preocupar al resto. En su solitaria mente, Ray, encontraba las respuestas que Emma no quería, o no podía darle; eran iguales. Sabía de primera mano lo fácil que resultaba ignorar la chispa hasta que esta se convirtiera en un incendio; no hay desesperación por apagar un fósforo, pero si esperas lo suficiente, soplar no bastará para extinguirlo. Aquella fue la filosofía que Emma manejó durante toda su vida.

En un intento por explotar su burbuja, Jemima, palpó el brazo de Ray con el dedo.

—¿Quieres un poco más de jugo? —preguntó.

—No, gracias. Estoy bien.

—¡Okay!

La menor entonces se balanceó sobre la mesa, tomó la jarra y se sirvió un poco.

—Emma no se siente a gusto con nosotros, ¿cierto?

El comentario de Phil silenció hasta la voz más ruidosa de la mesa. Carol miró a Anna, quien miró a Gilda, quien a su vez fijó la vista en Norman. El albino de ojos fríos dejó al descubierto una mirada vulnerable. No se engañaría a sí mismo ante tal lógica posibilidad, después de todo... ellos llegaron como un montón de desconocidos a quienes Emma debía conocer y memorizar desde cero. Ese era el precio a pagar, esa era la consecuencia de la promesa.

Cada acción tiene su consecuencia.

Norman apoyó la cuchara, soltando el metal dulcemente sobre la mesa. Sus codos conocieron lo sólido y el albino estiró los brazos hasta Phil. El pequeño alcanzó a suspirar mientras cerraba sus dedos alrededor de las manos de su hermano mayor.

Recuerdos de una mente vacía. [The Promised Neverland]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora