CAPITULO 25

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Dos hamburguesas fueron llevadas a la mesa. Una de ellas, la que Mel se había pedido, contenía tres medallones de carne y mucho queso derretido esparciéndose a los lados. La otra, era solo un tercio más pequeña que la primera, de estilo vegetariana, que como tal, contenía mucha lechuga, tomate, cebollas y la «carne», que en realidad no era carne. Más bien se trataba de un sustituto fabricado con vegetales, pero que, en apariencia, resultaba idéntica a la original.

En materia líquida-refrescante, ambas mujeres también presentaban un contraste notorio. Por un lado, Kara se había hecho con un pequeño vasito de plástico translúcido con un poco de agua mineral finamente gasificada que, regularmente, iba rellenando a medida que comía su cena. Pero, por otro lado, un lado muy extremo, Mel se había pedido un vaso de gaseosa. Y no. No había pedido el pequeño, ni tampoco el regular, y aunque costase creerlo, ni siquiera había sido el grande.

Mel, ignorando por completo la gesticulación sorpresiva de Kara en el que una de sus cejas se inclinó levemente hacia arriba en el momento que ordenaron su comida, pidió nada menos, y nada más —porque no existía—, la versión XXL de su bebida. Ella era una chica que iba a todo o nada. Dicha versión era un éxtasis para aquellos a los que tres sorbos les son apenas una caricia a la garganta y desean una sensación espumosa, refrescante, y con sabor a lima, esparciéndose por todos los rincones a lo largo y ancho de su laringe.

Luego de siete sorbos, uno seguido del otro, en el que el líquido azucarado cayó en picada desde su boca hasta su estómago, esbozó el sonoro y placentero sonido gutural de:

—¡aaaahhhhhhj! —Mel depositó el vaso con fuerza sobre la mesa, en señal de una clara victoria contra su enemigo acérrimo: la sed. Luego, observó a Kara, quien le devolvía una mirada que no pecaba de prejuiciosa, pero que reflejaba cierto nivel de asombro y sorpresa.

Mel se ruborizó y apartó la mirada. Su turno de trabajo ya había finalizado. Y ambas habían acordado dialogar sobre todo el asunto que rodeaba a Ricardo, a Luisfer, y por alguna extraña razón, también a ella, pero de momento no habían dicho una sola palabra de ello.

Kara se había ocupado de hablar por teléfono con mucha gente. Al principio con su madre, para que pudiese cuidar a su hijo esta noche, luego con otra mujer más que parecía no querer contestarle las llamadas, hasta que finalmente llegaron los pedidos y fue cuando Kara se desprendió de su celular y Mel se animó a hablar.

—¿Te gustan los pepinillos? —preguntó rápida, intentando cortar el silencio—. Yo los odio. Me arruina toda la perfección de una buena hamburguesa.

Kara levantó su mirada.

—Bueno... —dijo ella, tomándose un tiempo para pensar—. No es que no me gusten, pero tampoco los prefiero.

El rostro de Mel esbozó una mueca de asombro y la parte de su labio izquierdo se elevó sutilmente.

—¡Ah! ¿Sabes qué? ¡Te entiendo! —dijo ella, tomó su hamburguesa con una mano y continuó hablando—. Me pasa igual con las aceitunas. Las puedo comer, por ejemplo, solas o en una buena picada. Aunque por alguna razón, si la colocas en una pizza es como que...

—¡La contamina! —compartió Kara. Al instante se percató de que el tono de su voz había sido más elevado de lo usual, por lo que prosiguió autosilenciándose dándole un mordisco a su comida.

—¡Exactamente! —espetó Mel, efectuando un gesto en el que la mano que sostenía la hamburguesa se estiró hacia el frente—. ¡Esa es la palabra! —En la siguiente sacudida veloz de su mano. Un tomate salió catapultado de entre los panes para terminar su trayecto en el borde del plato de Kara.

Un segundo fue lo que tardó la piel de Mel de mutar a un color pálido como la nieve.

—¡Perdón!

DESTELLO DE ALMAS : UN ALMA LIBRE     LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora