Prólogo.

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Dicen que cuando el corazón ha pasado por muchos momentos dolorosos en su vida este mismo busca un mecanismo de defensa, un escudo ante el dolor. Él mismo crea una barrera que lo aísla de los daños exteriores, de manera física y emocional. Aunque era una mera teoría, yo sentía en ese mismo momento que mi corazón se estaba aislando, que estaba protegiéndose, pero al hacerlo, estaba rompiéndome a mí en pedazos.

Mantuve mi mirada fija sobre él, sabiendo que aquí acabaría lo nuestro, por mi cobardía, por mis miedos.

No me sentía capaz de explicarlo. ¿Cómo le explicas a la persona que amas que estás huyendo de él por miedo a seguir sintiendo? Aquella respuesta era una excusa de cobardes, porque hoy en día, sentir no era para cualquiera.

Amar es para lo fuertes.

Y yo no lo era.

Él dio unos pasos hacia mí, decidido a encontrar una explicación.

—¿Por qué te alejas de mí ahora, Alana? -preguntó con tristeza, el dolor atravesando su mirada —¿Por qué huyes cuando me tienes aquí, deseando pasar cada segundo de mi vida contigo? —acortó la distancia que nos separaba y acunó mi rostro entre sus manos, obligándome a verle de cerca. Su calor me acogió enseguida, el cálido tacto de sus manos me hizo estremecer —¿Por qué me alejas cuando solo quiero comprenderte?

Su mirada sobre mí era tan intensa, que me vi obligada a girar la vista en otra dirección mientras me mordía el labio inferior con fuerza. No me sentía capaz de verlo a la cara.

—Porque no me creo capaz de merecerte -susurré, notando el quiebre de mi propia voz.

Entonces me atreví a mirarlo a los ojos, pero me arrepentí enseguida. Su mirada se derrumbó ante mis palabras y eso solo consiguió que mi corazón se encogiera de tristeza.

—No —replicó, entonces me soltó y se alejó de mí —, me niego a que sea eso.

La dureza de sus palabras me hizo cruzarme de brazos y desafiarlo con la mirada.

—¿No? Entonces, ¿Qué otra cosa sería?

Él negó con la cabeza mientras volvía a acercarse a mí

—No eres capaz de aceptar que alguien te ame —su mirada se suavizó —crees que no mereces ser amada —negó otra vez con la cabeza mientras daba otro paso hacia mí, la distancia entre nosotros era casi inexistente y su aroma me consumió por completo. Levanté la vista hacia sus ojos que reflejaban un dolor enorme —. Lo que me duele es que después de todo lo que hemos pasado aún pienses que sea cierto —Sus manos se posaron sobre mis mejillas con la mayor delicadeza. Una lágrima escapó de mis ojos y entonces me besó. Posó sus labios sobre los míos y me besó como si quisiera guardar la sensación en su memoria, saboreando cada momento, cada segundo. Me besó como si fuera la última vez, ardiente, posesivo. Fue tan triste, cargado de tantas cosas, que cuando terminó, sentí que me faltaba el aire.

—Te amo, Alana. Te amo como no he amado a nadie, y te amo como nunca lo haré, pero si tú no eres capaz de aceptarlo, no tengo nada que hacer.

Ante esas últimas palabras sentí que algo en mi se rompía, pero ¿qué esperaba? Después de lo que le dije, de lo que hice, yo lo estaba alejando de mí.

Él cerró los ojos con fuerza, como si le doliera haber tomado esa decisión, pero no se retractó. Jamás lo hacía.

Suspiró con fuerza y bajó la cabeza hacia mí para darme un beso en la frente y secar mis lágrimas con sus pulgares.

Lo supe en ese momento, cuando se alejó y me dio la espalda. Supe que lo había perdido.

Se fue, y yo no lo detuve.

El día que aprendí a amarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora