Esa mañana me desperté igual que siempre: a causa del despertador y con las mismas ganas de trabajar; ninguna. La cama era muy cómoda, y estaba calientita, al contrario del clima de fuera, que seguramente debía haber unos nueve grados, pero, aun así, me obligué a levantarme para darme una ducha. Me vestí con unos pantalones de cuero negros, unas botas del mismo color y un jersey color crema. Peiné mi cabello para dejarlo suelto, me tomé mi café, me coloqué un abrigo y salí de casa a la misma hora de siempre. Llegué al trabajo puntual, preparé la tienda para la apertura y a las diez, nuevamente, todo estaba preparado.
Me aliviaba saber que hoy no estaría Marisa, eso me dejaba trabajar tranquila y sin presión, por lo que empecé con mis tareas con actitud relajada. Mi mirada se desvió a los negocios de enfrente cuando me puse a arreglar los imanes de la entrada. Saludé a las chicas de la tienda de Carcasas y móviles, me devolvieron el saludo con una sonrisa y un gesto de mano, luego me fijé en la ferretería, la tienda que tenía justo en mis narices, pero los trabajadores de allí no es que fueran muy simpáticos, siempre me miraban con cara de asco cuando los saludaba y esta vez no fue la excepción. Crucé miradas con los dos señores de mediana edad, (asumía que eran los dueños) y les dediqué una sonrisa a modo de saludo. No la devolvieron así que me encogí de hombros y seguí en lo mío.
Mantuve la mente distraída haciendo cosas, moviéndome sin parar. Me gustaba esa marcha. Me ayudaba a drenar toda esa hiperactividad que cargaba siempre encima.
Los primeros clientes entraron y con ello comenzó el verdadero trabajo: una pareja de mujeres buscaba trajes de baño para la entrada del verano y tardaron alrededor de una hora en decidirse dejando una catástrofe en aquella sección del local. De nuevo, tuve que ir a la entrada a ordenar los bikinis y el resto del catálogo. Me entretuve un rato colgando la ropa que las chicas se habían probado, estuve allí un tiempo cuando empecé a sentir un cosquilleo en la nuca, como la sensación de estar siendo observada. Fruncí el entrecejo y detuve lo que estaba haciendo.
Era extraño sentir una mirada procedente de allí, a pesar de que estaban enfrente, a menos de cinco metros de distancia. Los de la ferretería nunca miraban hacia acá, pero, aun así, giré de forma ligera la cabeza hacia aquella dirección y me topé con el par de ojos más intimidante de la historia.
La imponente figura de un chico de metro noventa, con unos rasgos fuertes, acompañados por unos brazos tonificados bañados por tatuajes, piel bronceada, y un cabello largo oscuro que sostenía en una coleta estilo samurái, me dejó sin palabras. Parecía la escultura de un vikingo.
Cuando mi mirada se cruzó con la de él, el susodicho sonrió, una sonrisa de medio lado, un tanto socarrona. Me guiñó un ojo al pillarme mirándolo y eso me tomó desprevenida. Sentí como me ruborizaba así que aparté la mirada enseguida, me di media vuelta y me metí al fondo de la tienda.
Aquel chico debía ser nuevo, porque en los tres años que llevaba trabajando allí, nunca le había visto. Siempre estaba la misma pareja de señores, los que casi preferían escupirme con la mirada en vez de guiñarme un ojo.
Suspiré de manera teatral y seguí con lo mío. Tener un nuevo vecino de trabajo no iba a cambiar las cosas para mí.
Fue entonces cuando empezó a entrar una multitud de clientela y hasta ahí llegó mi momento de tranquilidad. Atendí a todos mientras arreglaba en el camino lo que ellos mismos desordenaban, sintiéndome agobiada cuando la cantidad de cosas me sobrepasaban. En momentos así es que Marisa debería mirar las cámaras y darse cuenta de que necesitábamos personal.
Pero soñar era gratis.
Las horas se me pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Cuando miré el reloj de mi muñeca ya solo faltaba una hora para poder irme. Dejé caer mis hombros con alivio porque me apetecía mucho ir a casa a descansar, mirarme una peli y dormir en la comodidad de mi cama. Me sentía exhausta y no me refería al cansancio físico. Era el cansancio mental. Fingir todo el día que me encontraba bien, sonreír a toda la gente cuando en el fondo solo tenía unas inmensas ganas de llorar era agotador.
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El día que aprendí a amarme
Teen FictionAlana Acosta lleva una rutina tranquila en su día a día: trabajar, ir a casa, descansar y prepararse para el día siguiente. Un plan muy básico. Vivir de esa manera es lo que le ha dado la estabilidad y la tranquilidad que necesita, ya que gracias a...