Llueve. Sigue lloviendo. Aquella solitaria mujer, de piel pálida como la nieve, con su largo vestido de un color azul tan intenso como el mar, camina con un andar lento y acompasado, como si el tiempo se moviera a un ritmo distinto al del resto de los seres vivos. Y la lluvia la sigue. Va detrás de ella como si no supiera qué camino tomar, por lo que aquella mujer hace de guía y acompañante. Juntas recorren todos los caminos, todos los pueblos, arrastrando y limpiando las penas y lágrimas que a su paso encuentran. La gente observaba detenidamente a esta extraña pero curiosa mujer, no se atrevían a acercársele demasiado, aún así le pusieron un nombre. La Dama de la lluvia le decían.
Valiéndose solamente de un fino paraguas de seda, la Dama de la lluvia continúa su camino. Su suave rostro cubierto parcialmente por una larga y plateada cabellera, denota unas sutiles expresiones de tristeza, melancolía. Aún así ella sigue su rumbo junto con su inseparable compañera. Cuando la temporada de sequía era cruel, allí llegaba la Dama de la lluvia, llevando esperanza y serenidad a la gente. Sin embargo, la gente vociferaba palabras de agradecimiento para su compañera la lluvia, nunca a ella. “¿Por qué solo a ti?” se preguntaba una y otra vez la Dama. “¿Acaso no fui yo quien te trajo hasta aquí, para que renueves la esperanza de estas personas?”. Siempre se repetía la misma situación, pero nunca obtenía respuesta alguna.
La Dama de la lluvia vacilaba. Comenzó a perder la confianza en su compañera y en sí misma. Solamente buscaba ser reconocida, un simple “gracias” dirigido a ella. Pero nunca sucedía. Se sentía profundamente triste, y lloró. Por primera vez, el agua brotaba de sus brillantes y azules ojos y no del cielo sobre su cabeza. De repente, la tormenta se desató. Poderosas ráfagas de viento, junto con un diluvio frenético, sacudieron todo el pueblo. La gente huía en todas direcciones, intentando encontrar refugio mientras vociferaba insultos a la tempestad, como si fuera algún tipo de castigo divino. La desesperación inundó el corazón de la Dama de la lluvia, mientras observaba el caótico panorama que tenía frente a sus ojos. Entonces volvió a observar y los vio. En medio del caótico escenario vio a dos niños, abrazados y llorando desconsolados, muy cerca de la orilla del río. Su corazón se detuvo por una fracción de segundo, luego no dudó. Corrió, como nunca antes lo había hecho, atravesando la tormenta, producto de sus propias emociones, para intentar llegar a los niños antes que un viento de mal augurio los arrastre hacia el cauce del río. Será obra de un milagro, o simplemente de una fuerte convicción, pero cuando todo parecía perdido, la lluvia dejó de caer en torno a los dos niños, como si una fuerza misteriosa los envolviera y los protegiera.
Repentinamente, la tormenta fue amainando muy lentamente, mientras la Dama de la lluvia llevaba a los niños a un lugar techado donde estarían más seguros. Uno de ellos dejó de sollozar, se restregó los ojos, y mirando fijamente a su salvadora le dijo con una sonrisa en los labios: “Gracias”. Ella se quedó paralizada por un instante, luego se agachó, acarició la cabeza del niño y le dedicó una radiante sonrisa, mientras la lluvia se detenía completamente.
Se levantó, dispuesta a marcharse. Los niños se pusieron de pie, agitando sus manos a modo de saludo mientras repetían sus agradecimientos una y otra vez. Ella les devolvió el saludo, luego dio media vuelta y comenzó a caminar. El sol, brillante como nunca, comenzaba a imponerse, surgiendo del horizonte a sus espaldas. Ella sonrió. La Dama comenzaba un nuevo camino, uno que le depararía mucha felicidad y que llenaría su corazón de muchas sonrisas como las de aquellos niños que, alegremente, le decían “gracias”.