23 de junio
El pueblo parece otro por la noche. Los bares caldean la calle principal con la tenue luz de sus terrazas, las aceras se atestan de puestos de venta ambulante repletos de pulseras, colgantes y artesanía, los turistas cambian sus bañadores y bikinis por camisas abiertas y vestidos de satén, la playa pasa de ser una colmena de sombrillas de colores a estar desierta y tan solo iluminada por el blanquecino resplandor de una media luna, mientras que el canturreo de las cotorras, el nuevo pájaro local, ha dejado lugar a la música, en este caso, de la fiesta de San Juan.
Y esto lo sé porque me he tenido que recorrer el pueblo de cerro a cerro para ir desde casa de la abuela hasta la fiesta de esta noche. Y, si a esto le sumas que soy la persona que peor calcula la medida distancia-tiempo del mundo, creo que se entiende muy bien el por qué llego tarde. Son casi las once de la noche (cuando habíamos quedado a eso de las diez), y en poco más de una hora toca hacer el ritual de San Juan para tener suerte el resto del año. Es una tontería y, normalmente, no creo en estas cosas, pero este año estoy pensando en confiarme al destino, por si cae la breva.
La cola para entrar al recinto se me está haciendo interminable (creo que llevo como media hora esperando), pero ya soy el siguiente; así que preparo el código QR en el móvil para pasar rápido y no perder tiempo. No obstante, la vida tiene otros planes preparados para mí. Como de costumbre.
—Lo siento, amigo —me dice el portero con deje condescendiente, mientras cierra el cordón para cortarme el paso—. Estamos llenos.
—P-p-pero —intento quejarme, pero no me sale—, tengo entrada —digo enseñando el QR, por si sirve.
—Lo siento, no puedo hacer nada —y se encoge de hombros.
«Será desgraciado el muy...», empiezo a refunfuñar para mis adentros, cuando una voz más que conocida interrumpe mis maldiciones.
—O eso le dirías a un cualquiera, pero él viene conmigo.
Levanto la vista al momento y me encuentro de lleno con Lisa que, con un despampanante vestido de seda blanco y con el pelo más aleonado que de costumbre, ha aparecido por detrás del portero.
—H-hola Lisa —se traba, nervioso.
—Hola, my dear —suena casi como si le perdonara la vida.
—Pasad —y carraspea—, pasad.
Me abre el cordón con un cortés gesto de cabeza y, nada más entrar, lo vuelve a cerrar. Yo, como un carnerito recién rescatado del matadero, sigo a mi salvadora sin rechistar.
—Gracias —le susurro cuando ya estamos entre el gentío.
—No tienes que darlas —me abraza de medio lado—. Carlos es un gilipollas cuando quiere, y cuando no... también. Por suerte o por desgracia, lleva intentando meterse en mi cama desde que nos conocimos el fin de semana pasado. Le tengo aquí —y alza la palma de la mano.
—Pero, ¿a ti ese tipejo te gusta? —se me ocurre preguntar.
—Bueno —piensa un instante la respuesta—, lo que me gusta es mantener mis opciones abiertas.
—Me parece justo —entiendo.
Sonríe de medio lado, cómplice de mi respuesta, y, sin mediar una palabra más, me agarra de la mano y me lleva hasta la barra.
—Quédate guardando el sitio, que voy a por los demás, ¿sí?
Sus enormes ojos azules buscan mi aceptación, que llega con un inconsistente gesto de cabeza. Acto seguido, desaparece entre la muchedumbre. Yo, algo nervioso, pues no me gusta quedarme solo en lugares abarrotados de gente que no conozco, empiezo a navegar con la mirada alrededor para despistar a mi ansiedad.
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Cuando aprendí a quererte
Teen FictionJunio de 2019, Rodrigo acaba de terminar el último curso de universidad y, tras meses contando los días para el que iba a ser el mejor verano de su vida, todo se tuerce. Su novio, después de cuatro años juntos, ha roto con él y Rodrigo necesita hui...