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La primera vez que Hikaru había visitado la oficina de su padre, no había sido una experiencia particularmente grata. Él era apenas un niño, de unos cinco o seis años de edad, y todo le había parecido abrumador y hostil. El hall frente a la oficina era espacioso, pero oscuro y desprovisto de ventanas, como el resto de las habitaciones en el edificio; las paredes estaban cubiertas de pinturas religiosas y bibliotecas repletas de tomos vetustos y polvorientos que probablemente nadie aún vivo había leído. Las imágenes de los cuadros representaban las victorias de diferentes santos y ángeles sobre el Mal, la serpiente, el Diablo, Lucifer; eran imágenes grotescas, violentas, plagadas de fuego, sangre y oscuridad. Las estériles luces blancas del techo no ayudaban a la atmósfera del lugar; lo hacían ver como la sala de espera de algún antiguo hospital de pesadilla.

Hikaru tenía ahora veinticinco años y muy poco de esto aún lo afectaba. Se había acostumbrado a las luces blancas y las paredes sin ventanas. A veces leía los títulos de los viejos libros, para entretenerse mientras esperaba a su padre. Pero sus ojos siempre evitaban los cuadros; había visto mucha sangre y muchos demonios en su vida pero aquellas imágenes aún le producían escalofríos con tan solo contemplarlas.

La voz fría de su padre lo llamó, y Hikaru cruzó el hall y empujó las pesadas puertas dobles de madera oscura de roble. Trató en todo momento de mantener la mente en blanco.

La oficina no era muy diferente al hall que la precedía. Era grande, circular, de paredes blancas y sin luz natural, iluminada por las mismas luces blancas de hospital. Más bibliotecas decoraban las paredes, además de vitrinas con medallas y armas viejas, y algunos cuadros. Estos cuadros no mostraban ninguna fantástica escena de batalla, sin embargo, sino simples paisajes verdes de verano, con pinos y cielos azules, y lagos cristalinos que reflejaban el brillo dorado del sol. Su padre le había explicado que aquellos cuadros representaban a qué debía aspirar cada uno de los empleados de su empresa; a devolver al mundo a un estado de paz, armonía y belleza. Las pesadas botas de Hikaru dejaron huellas de polvo mientras caminaba hacia el escritorio al otro lado de la habitación; el rifle que llevaba colgado a la espalda chocó con el mango del machete que llevaba colgado del cinturón.

El negocio de su padre era la caza de demonios; y Hikaru era un cazador.

Su padre alzó la vista, y su gesto permanentemente fruncido no se suavizó ni un poco cuando sus ojos se posaron en su único hijo; por el contrario, su rostro de facciones duras y fríos ojos azules, surcado de arrugas y cicatrices, pareció endurecerse más ante su presencia. Hikaru y su padre - Kurogane-san, como lo llamaban todos, incluso él mismo - tenían una relación muy complicada. Hikaru había hecho todo lo posible a lo largo de su infancia y adolescencia para congraciarse con él, buscando desesperado su aprobación, su orgullo. Le había tomado años aceptar que no importaba cuánto se esforzara, ni cuántos logros obtuviera, siempre sería una decepción a los ojos de su viejo. Y aunque aún una parte de él deseaba profundamente esa validación de parte de Kurogane-san, por la mayor parte Hikaru se había cansado de aquello. Y cada día se cansaba más y más, y el peso de la desaprobación paterna se hacía menos difícil de llevar. Quizás realmente no importaba lo que su padre pensaba de él. Quizás realmente no necesitaba su aprobación. Quizás sólo necesitaba buscar su propia satisfacción.

Pero aún así debía escuchar a su padre cuando éste solicitaba su presencia, simplemente porque además de su padre, era su jefe. Y Hikaru creía con todo su corazón en la visión que los cuadros de la oficina ofrecían.

"Llegas tarde" su padre le reprochó. Hikaru se encogió de hombros.

"Mejor ir al grano entonces, ¿no?"

"Siéntate" Kurogane-san le gruñó, haciendo un gesto hacia la silla vacía frente a su enorme escritorio. Las esperanzas de Hikaru de marcharse pronto de allí se hicieron polvo. Con un suspiro, se quitó el rifle de la espalda y el machete de la cintura, y se dejó caer pesadamente en la silla de madera y terciopelo azul. Su padre bajó la mirada, y se creó un silencio incómodo, el cual Hikaru rompió sólo minutos después, impaciente.

Lazo de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora