Capítulo Uno

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En la mañana del 29 de agosto de 1988, a poco más de dos años de que su mujer falleciera, Lauren Jauregui estaba en el porche trasero de su casa, fumando un cigarrillo. Observaba cómo el sol, que salía lentamente, iba modificando el cielo matinal, convirtiendo el gris pardo inicial en un naranja intenso. Frente a ella se extendía el río Trent. Sus aguas dulces estaban un tanto ocultas debido a los cipreses que se apiñaban junto al cauce. Una embarcación baja se desplazaba. El pescador saludó a Lauren, quien retribuyó el gesto con un leve asentimiento.

Esa era toda su energía disponible.

Necesitaba una taza de café. Un café javanés y se sentiría en condiciones de enfrentar el día: preparar a Jonah para que fuera a la escuela, mantener a raya a quienes se burlasen de la ley, enviar avisos de desahucios a todo el condado, encontrarse por la tarde con la maestra de Jonah. Y esto era sólo para empezar. Las tardes solían ser todavía más ocupadas. Siempre había tanto por hacer: pagar las cuentas, ir de compras, limpiar, reparar los artefactos de la casa. Era suficiente para cansar a cualquiera por un rato, pero, ¿qué podía hacer ella?

En los últimos dos años, el agotamiento se volvió un integrante esencial en su vida. E incluso aquellas noches en que Jonah no sufría sus pesadillas —las venía teniendo a intervalos desde que Lucy murió— Lauren, recién despertada, ya se sentía exhausta. Como fuera de foco. A veces se preguntaba si no le estaría ocurriendo algo aún más grave. Alguna vez leyó que uno de los síntomas de la depresión clínica era el "excesivo letargo, sin razón o causa". Por supuesto, ella sí tenía una causa.

Lo que en verdad necesitaba era pasar un tiempo tranquilo en una cabaña frente al mar en Key West, y un lugar donde relajarse, sin enfrentar otra decisión más grave que llevar o no sandalias para caminar por la playa, con una mujer agradable a su lado.

Porque eso era parte del problema: la soledad. Estaba harta de estar sola, aunque no lo había experimentado de ese modo sino hacía poco. Durante todo el primer año posterior a la muerte de Lucy, ni siquiera se le ocurrió la idea de que pudiera amar a otra mujer. Jamás. Incluso después de que pasó por el duro golpe, y la pena fue lo suficientemente fuerte para hacerla llorar noche tras noche, sentía que en su vida algo estaba mal de algún modo, era como si estuviese fuera del camino, aunque sólo de manera temporal, y que pronto retornaría a él. Así que no había ninguna razón para preocuparse.

El tiempo pasó y, a la larga, sucedió lo mismo con el adormecimiento al que, sin embargo, ya se había acostumbrado. Quería despejar sus pensamientos, pero se daba cuenta de que continuaban amarrados a los de Lucy. Todo, al parecer, le hacía recordarla. En especial Jonah. A veces, después de arroparlo en la cama, podía reconocer a su esposa en los gestos del pequeño; entonces debía alejarse para que Jonah no viera sus lágrimas. Tal vez físicamente era parecido a Lauren, pero sus actitudes eran más como las de Lucy. A Lauren le encantaba la manera en que Lucy se veía al dormir, sus largos cabellos castaños desparramados en la almohada, un brazo siempre reclinado sobre su cabeza, los labios imperceptiblemente abiertos. Y su olor —eso era algo que jamás podría olvidar—. La mañana de la primera Navidad sin Lucy, sentada en el banco de la iglesia, Lauren sintió un halo del perfume que Lucy utilizaba, y al igual que un ahogado luchando por un salvavidas, permaneció aferrada a ese aroma hasta mucho tiempo después de que el servicio terminó.

De igual manera, Lauren se aferraba a muchas otras cosas. Llevaba la casa tal y como lo hacía Lucy: Si Lucy iba al almacén los jueves por la tarde, ese mismo día iba Lauren. Si a Lucy le agradaba plantar tomateras a un costado de la casa, también eso le gustaba a Lauren. Lucy pensaba que el mejor limpiador para la casa el Lysol; ella, entonces, no veía ninguna razón para usar otra marca. Lucy siempre estaba allí, en todas y cada una de las cosas que ella hacía.

Un lugar en nuestros caminos (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora