Un bramido ensordecedor envolvió toda la sala produciendo un eco retumbando en las paredes de mi cráneo, aturdiéndome. Observé a mi alrededor, la escena poco a poco se iba ralentizando, como si la situación se estuviera grabando con un efecto a cámara lenta. Todo me llegaba distorsionado. Los gritos me parecían lejanos y de un idioma que no era el mío. Las suelas de cuero grueso resonaban con fuerza contra el mármol, agitándome más.
Aquello me parecía surrealista, como si mi oído se hubiera agudizado hasta el punto de ser capaz de escuchar nítidamente el retroceso de un arma al apretar el martillo junto al silbido de la bala mientras avanza a su trayectoria e impacta contra un cuerpo, desgarrando la carne, partiendo huesos y rompiendo venas. Permitiéndome oír como el riego sanguíneo se desbarataba, emergiendo del cuerpo y brotando a la superficie golpeando el suelo gota a gota.
Me quedé allí parada abatida por lo que nunca pensé que sería capaz de percibir.
Hasta que el silbido de una espada pasando a centímetros de mi cara impactó contra mi hombro, causando que un chillido desgarrador ajeno a mi conciencia emergiera desde el fondo de mi interior. Aquello si que pudo hacerme volver a la realidad. Allí se encontraba mi atacante. Podía escuchar el crujido de sus labios agrietados resquebrajarse al sonreír, al igual que podía percatarme de los aullidos que estallaban en mi boca sin crear un manifiesto de ayuda lo suficientemente claro para que alguien pudiera socorrerme. Las palabras morían en mi boca, al igual que una rosa que nunca había llegado a ser regada.
Me moría.
La sangre brotaba de una manera descontrolada. Impactando junto a mí, en el suelo.
Gritos desesperados llegaron hasta mis oídos. Pero fui incapaz de abrir los ojos, el peso de los párpados parecía haber aumentado. Solo fui capaz de identificar mi nombre en aquella lengua lejana que momentos atrás era tan conocida para mí, mi lengua materna.
Mientras tanto cedí. Cedí mi cuerpo al cansancio mientras que aquel alboroto me envolvía cual madre envolvía a su hijo entre sus brazos. Aún cuando la muerte zumbaba a mi alrededor, observando detenidamente como mi alma abandonaba mi cuerpo entre chasquidos y crujidos, como si mi mente no se hubiera ubicado hasta aquel momento.
En aquel instante, solo en aquel instante pude observarme a mi misma, marchita, resquebrajándome lentamente como toda hoja reseca de otoño.
Y fui capaz de aceptar a la siseante muerte que otorgaba tanta quietud en comparación al bullicio que ofrecía la vida.