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El joven Pablo había ido junto a su madre a visitar a su tía Helena, que vivía en una gran casa cerca del puerto. No habían visitado el pueblo por un largo tiempo porque después de la muerte de su padre los militares los buscaban para saldar cuentas, pero creían que ya habían pasado suficientes años como para que todo quede en el olvido y poder volver a la normalidad.

Eso creían.

Llegaron a eso de las diez de la mañana a La Plata. El chico cordobés extrañaba demasiado esos viajes y se encontraba realmente contento por reencontrarse con su viejo amigo Roberto, Roberto Ayala. El reencuentro con este fue luego de haber almorzado en familia las pastas de Alma, una de las sirvientas de su tía, que eran tan exquisitas que no le había quedado lugar para el postre. Apenas tragó el último bocado ya se estaba preparando para salir con Roberto y pasar el resto de la tarde con él en un bar cercano.

Roberto le había advertido sobre la mano dura que estaban imponiendo los militares, pero el cabeza dura de Pablo estaba tan feliz por volver al pueblo de su infancia que le daba poca importancia al asunto.
Pero por supuesto que no eran solamente delirios de su amigo, pues ya se había corrido la bola de que el hijo del conocido Don Payo estaba rondando por la zona y los militares no tardaron en emprender la búsqueda del Payito, como le decían ellos, puesto que creían que presentaba una gran amenaza a la fuerza militar por los antecedentes de su difunto padre.

Cuando Roberto tuvo que volver al trabajo, Pablo, que no tenía ninguna responsabilidad, decidió irse a dar vueltas por ahí para ver qué tanto había cambiado el pueblo en los años que estuvo ausente. Las damas habían empezado a usar peinados un poco diferentes y algunos lugares estaban pintados de otro color; eso era la única diferencia que notaba.

Cuando menos se lo esperaba, escuchó un grito de "¡Ahí está, atrapenlo!" mientras varios militares gordos y uniformados lo apuntaban con el dedo. Su cara se transformó y por instinto empezó a correr lo más rápido posible, chocandose a alguna que otra persona en el camino y sin tener tiempo de pedirle disculpas.

Desde lo lejos lo observaba Lionel, que había parado unos minutos en un bar a tomarse un vaso de vino. A los pocos segundos escuchó hablar a unos ancianos sobre la situación que todos estaban viendo. "Pobre joven Pablo, pagará por algo que no hizo..." decía el señor canoso que se sentaba en una esquina todos los días a la misma hora.
Y ahí fue cuando Lionel recordó la historia de Payo, el gran estafador del pueblo. Su instinto justiciero se despertó como si de una llama de fuego se tratase y logró escabullirse para seguirlos hasta la casa de Doña Helena, a donde llegó ya enmascarado y luciendo su característica capa negra.

Los militares esperaban a que alguien les abra la puerta para hacer buena letra con Helena, al ser esta esposa de un millonario de la zona. Por lo tanto, Lionel, en este caso El Zorro, galopaba detrás de la casa buscando algún tipo se silueta en las ventanas que lo delaten a Pablo. Al volver su vista al frente se encontró con el joven que buscaba, agitado y con una cara de preocupación jamás antes vista. Este se asustó, creyendo que lo habían atrapado.

—Tranquilo, estoy acá para ayudarte. Soy el Zorro, amigo de tu padre. —Confesó falsamente para que confíe en él.

Miró con más detalle al asustado chico. Llevaba un pantalón beige bastante entallado y una camisa blanca acompañada de un pañuelo y un traje de terciopelo color ciruela. Le quedaba pintado, y eso hizo brillar a los ojos de su rescatista.

—¿Y cómo puedo yo fiarme de eso?

—Está en usted si confiar en mí o no. Claramente militar no soy, sino estaría usando un uniforme en vez del antifaz. —Respondió Lionel con una sonrisa coqueta.

El más bajo no volvió a dudar, de todas maneras lo atraparían si se quedaba ahí, así que eligió creer en la palabra del hombre de negro. Para que no los reconozcan, al ser el señorito de una familia bastante conocida, tuvo la brillante idea de entrar por la puerta de la cocina para robarle un vestido, un gorro y un pañuelo a su tía para hacerse pasar por una jovencita que había sacado a pasear. Espió por la ventana y se dio cuenta de que los militares se estaban adentrando en la casa, alarmando al joven y haciéndolo correr hasta el patio trasero. Cuando salió y se encontró al jinete esperándolo y no pudo no soltar una carcajada al verlo con aquel vestido celeste. El más bajo le dio una mirada fulminante y se subió con ayuda al corcel.
Le dio indicaciones para ir a su antigua casa, en donde había un sótano en donde su padre se escondía cuando volvía a cometer una estafa y lo buscaban. Era una obra de teatro que veía al menos una vez por mes en su casa.
En el camino tuvo que aferrarse con fuerza a su cintura, tirando levemente de la liviana camisa que el hombre tenía puesta. Procuraron dejar al caballo lejos de aquella gran casa y llegaron caminando a esta.

El Zorro - ScaimarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora