Manuel

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Algunos días parecen eternos.

Hoy es uno de esos días en los que el cansancio apenas te deja respirar. Tras casi doce horas de trabajo, lo único con lo que sueñas es tu cama y un buen sitio para aparcar. Tienes suerte, un enorme hueco vacío te recibe justo en la entrada de tu portal. Das gracias por ello y aparcas, armándote de valor para los tres pisos de escaleras que te esperan, la noche aún no ha acabado.

Bajas del vehículo y caminas hacia las enormes puertas de hierro mientras registras tus bolsillos en busca de las llaves, con la molesta y constante sensación de que alguien te observa desde las sombras. Lo llevas sintiendo todo el día; al salir de casa por la mañana, durante el trabajo... Alguien te sigue.

Quieres pensar que se trataba de tu imaginación, atribuirlo al cansancio. Sin embargo, cuando una sombra pasa junto a ti a toda velocidad, no puedes seguir excusándolo.

Giras a toda velocidad para descubrir que no hay nadie, suspiras aliviado, volviendo a pensar que se trata de tu imaginación, y entras en el portal, sin percatarte de que algo te sigue al interior.

Tras lo que parece un infierno de escalones, logras llegar a casa, donde depositas las llaves en el pequeño cuenco de la entrada y te disponers a ponerte cómodo. Cierras la puerta sin mirar, sin fijarte en si se cierra bien, si alguien más entra contigo.

Pasas con cuidado frente a la habitación de tu madre —que ya está durmiendo— y llegas a tu habitación, donde te pones unos pantalones de pijama y una camiseta vieja con diversos agujeros. Es entonces cuando un ruido en la oscuridad llama tu atención.

Viene de la cocina. Llegas allí sin hacer ruido ni emplear las luces —primer error— para no despertar a tu madre y comienzas a investigar el origen del ruido con la única iluminación que te proporciona la linterna de tu teléfono. Pasas el pequeño halo de luz por toda la habitación hasta verlo; un plato roto en el suelo.

Dejas el aparato con la linterna mirando hacia el techo sobre la encimera para tener algo de luz ambiental y te acercas a recogerlo —segundo error—. Tomas con cuidado uno de los fragmentos mientras te preguntas cómo ha podido romperse, el resto de platos están en el escurridor, junto a lo que has fregado esta mañana. Entonces lo ves.

Recuerdas bien lo que habías lavado; un par de platos, unos cubiertos, un vaso de cristal, una mandolina y un rodillo de cocina, que ha desaparecido.

Apenas puedes pensar bien sobre ello cuando un golpe te deja sin sentido. No sientes nada, apenas notas el impacto, acompañado de un sonido realmente desagradable. Sin embargo, te hace permanecer quieto por unos instantes, escuchando una especie de pitido en tu cabeza. Te giras casi sin ser consciente de ello, como si otra persona controlase tu cuerpo, solo para encontrarte con una oscura figura que porta el rodillo desaparecido, que ahora se encuentra manchado de sangre.

Entonces caes, tu mundo se torna borroso para luego desaparecer junto a la sensación de vértigo que te produce la caída hasta el suelo.

***

Despiertas acompañado de un profundo dolor de cabeza.

Abres con dificultad los ojos, tu visión borrosa apenas puede enfocar dónde te encuentras, pero, ya no estás en tu casa, eso está claro.

Tardas unos minutos en poder verlo, en que tu visión se aclare, en acostumbrarte a la oscuridad. Estás contra la pared, en una casa que ya conoces, en la que habías cenado pizza y jugado un escalofriante juego días atrás; la nueva casa de Ángel.

Intentas moverte, salir de allí o, en su defecto, buscar a tu amigo para pedirle explicaciones, es entonces cuando te das cuenta de las cuerdas que atan tus brazos y piernas, con intrincados nudos que viajaban por todo tu torso, por tu boca, por todo tu cuerpo.

Entonces sientes el dolor, antes camuflado por las punzadas de tu cabeza. Tus músculos se resienten de las ataduras, gritan doloridos, necesitan que los liberaren. ¿Cuánto tiempo llevas así? Tratas de moverte, aunque sea un solo milímetro, pero es imposible. 

El terror comienza a envolverte, provocando una sensación de agobio casi tan grande como las de tus ataduras. Comprendes rápidamente que no tienes opciones, solo puedes esperar por la llegada de la muerte.

Y es entonces cuando llega.

Es la misma figura que te atacó y, sospechas que la que te ha atado. Te observa en silencio, con sus ojos brillantes iluminando la oscuridad. 

En lo que parece un segundo, agarra uno de los nudos centrales y te conduce —con sorprendente habilidad— hasta la terraza, ignorando la mancha de sangre que ha dejado tu cabeza sobre la pared, la cual es absorbida por la misma, tornándose más grande y negra.

Te inclina sobre la barandilla de la terraza, en otras circunstancias, hubieses agradecido el aire fresco en la cara pero la altura te impide disfrutarlo. 

Tratas de no mirar abajo, cosa imposible por la postura, por lo que te ves forzado a cerrar los ojos, si ese será tu final, no quieres verlo. Entonces sientes un nuevo tirón, a tu espalda, algo tira de ti hasta conseguir girarte. 

Finalmente, bajo la suave luz de la luna, eres capaz de identificar a tu atacante; es una mujer, con el pelo sucio y enredado, que te mira de una forma extraña. Puedes identificar el odio en su mirada, el asco... Te hubiese gustado explicarle la situación, contarle sobre tu vida, preguntarle el motivo de su odio, disculparte por cualquier daño que pudieses haberle hecho en el pasado, pero es imposible y, ella tampoco quiere conocer tus palabras.

¿O sí? 

Retira la cuerda que cubre tu boca. Puedes reconocer el característico sabor de la sangre, provocado por las rozaduras de la soga en las comisuras de tu boca. Intentas hablar entonces pero ella te corta.

Sin mediar palabra alguna, se aproxima a ti para besarte, un único beso con el que recorre todos los rincones de tu boca, provocándote náuseas al alcanzar los lugares más recónditos.

Por fin se aleja, la miras extrañado, te hubiese gustado replicar, pedir alguna explicación, pero, entonces te empuja.

La caída es rápida, aunque, para ti, se tornaba una eternidad. Puedes sentir la resistencia del viento en tu espalda, junto a una especie de hormigueo en la base del estómago, sabes que, al final de la travesía, solo el duro suelo te recibirá. 

Nunca fuiste religioso, pero, en ese momento entregas tu alma a cualquier deidad que pueda asegurar un destino placentero tras la muerte. Observas las estrellas, las pocas que aún son visibles gracias a las luces de la cuidad y, por extraño que pueda parecer, sonríes al cielo nocturno.

Lo último que ves antes de que tu consciencia desaparezca en el duro impacto es a esa mujer. Te observa desde la terraza, ella también sonríe.

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