CAPITULO 31

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Las ruedas hicieron saltar las piedras cuando la camioneta se desvió de la ruta para ingresar al asentamiento Olympia. El hombre al volante fue recibido por un numeroso grupo de residentes. Se trataba de Juan De Arca, uno de los primeros en fundar Olympia, y sin dudar, de los últimos que quedaban todavía en pie.

Cuando este sitio no era más que un cacho de desierto rodeado de mesetas, cactus, montañas, pilas de piedra y vegetaciones áridas, él había llegado junto con su hermano, escapando de las leyes injustas de una frontera que les daba caza por cometer el error de meter las narices curiosas en dónde no les correspondía.

En ese entonces, Juan y su hermano Miguel eran como uña y carne. Ambos eran muy similares en su aspecto físico y a la vez muy distintos en cuanto a la parte actitudinal se tratase.

Juan era un poco más joven, en aquel entonces tenía 17 años, mientras que Miguel le superaba con 18. Ninguno de los dos poseía algún tipo de vehículo como para acortar las inmensas zonas desérticas de la periferia, y aunque lo tuviesen, tampoco tenían la pericia para saber conducirlo.

Por lo que habían tenido que viajar durante gran parte del tiempo a pie, con las raciones de comida muy justas y las camisetas enrolladas sobre la cabeza para evitar los potentes azotes del sol del mediodía.

Juan era el hermano que tenía la camiseta naranja, mientras que Miguel era quien tenía la camiseta de color verde. Ambos trazaron rumbo hacia un pequeño-gran molino de viento de astas aceradas, con una base de patas de hierro que les permitió un refugio improvisado.

En ese entonces, encontrar un sitio que les permitiera algún mínimo vestigio de sombra y frescor, era una caricia para la poca vitalidad que el calor les permitía conservar. Ambos festejaron como niños pequeños al tumbarse bajo la sombra de aquella estructura abandonada en el páramo.

—¿Te queda agua? —preguntó Miguel.

—Media botella.

—Genial... ¿Me das?

—No.

—¿Cómo que no?

—Tomaste hace dos horas. Aguántate hasta el atardecer o nos quedaremos sin nada.

—¡Pero tengo sed!

—¿Y crees que yo no? No podemos darnos el lujo de desperdiciar nada hasta que sepamos dónde estamos. Cosa que, según tú, sabías a la perfección hace setenta kilómetros.

Miguel se quitó la camiseta de la cabeza para poder echarle una mirada de furia a su hermano.

—¡Claro que sé dónde estamos! Por aquí debería haber un poblado. Estoy muy seguro...

—¿Y crees que nos aceptarán ahí?

—Encontraremos la manera. Siempre lo hacemos —dijo Miguel, y se recostó en el suelo con los brazos extendidos y la mirada clavada al molino. Aunque había algo extraño. El tiempo y las experiencias que había tenido en su viaje hacia una anhelada libertad, le habían hecho acostumbrarse a dormir en cualquier tipo de superficie sin importar su rigidez. Pero lo que sentía su espalda ya era demasiado. Se levantó—. ¿Qué es esto?

Juan contempló, sin siquiera modificar su postura echada en el suelo, que lo que su hermano le mostraba parecía presentar un formato cuadrado, achatado, y con una manivela circular en medio...

—¿Es lo que pienso que es? —preguntó Juan; y ahora sí, su atención le llevó a incorporarse, al menos, medio torso.

—Parece una escotilla.

Miguel se aproximó con la curiosidad de un adolescente encendida en todo su semblante. La escotilla estaba casi completamente tapada de arena, pero le bastó un par de manotazos y sacudidas de polvo para limpiarla.

DESTELLO DE ALMAS : UN ALMA LIBRE     LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora