𝘔𝘦𝘮𝘰𝘳𝘪𝘢𝘴

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Estaba en casa de un amigo, disfrutando de una larga conversación acompañada de cerveza, completamente ajeno al paso del tiempo. Al despertar en su sala, una sensación de confusión y desorientación me invadió. La última imagen que recordaba era la de nuestra intensa y dolorosa discusión, con ecos de palabras hirientes aún resonando en mi mente. Un nudo en el estómago me recordaba el malestar que me había seguido todo el día. Con una determinación repentina, decidí que era mejor irme, así que me levanté y grité que me iba. No recibí respuesta; probablemente él seguía enojado conmigo, y eso solo aumentó mi ansiedad.

Caminé unos minutos hasta llegar a la estación de metro, mi mente agitada por recuerdos de la discusión y la tensión familiar que había dejado atrás. En casa de mis padres, el ambiente era pesado y lleno de reproches, así que busqué refugio en mi lugar seguro: el puente al otro lado del bosque. Cuando llegué al metro, me dejé llevar por la rutina, aferrándome al manillar con firmeza, pero la incomodidad crecía con cada segundo que pasaba.

A medida que el tren avanzaba, empecé a notar las miradas de otros pasajeros. Algunos me observaban con miedo, otros con desdén. Me miré en el reflejo del vidrio y vi mi aspecto desarreglado, con ojeras que delataban las noches en vela. Sentí cómo la vulnerabilidad se apoderaba de mí ante esas miradas. ¿Era mi apariencia la causa de su reacción, o había algo más profundo que estaba proyectando? Intenté distraerme sacando mi celular y concentrándome en la pantalla. Abrí WhatsApp y vi el último mensaje de mi amigo, con su última conexión a las 6:10 P.M. Era raro; ya habían pasado tres horas desde entonces, y él siempre estaba al tanto de todo.

Con el corazón más pesado, le envié un mensaje de disculpa. La espera se hizo interminable. Hora y media después, llegué a mi parada y bajé del metro. El camino hacia el bosque estaba cubierto por la oscuridad, y la señal de mi celular se desvanecía a medida que me adentraba en él. A pesar de mi malestar, la vegetación a mi alrededor me ofrecía un consuelo familiar. Siempre había encontrado paz en la naturaleza, aunque esa noche, la oscuridad lo hacía todo más inquietante.

Cuando finalmente salí del bosque y vi el puente, una leve sonrisa se dibujó en mi rostro. Era un alivio haber llegado a mi lugar seguro después de un día tan estresante. Aceleré el paso, ansioso por disfrutar de la calma que siempre encontraba allí. Me senté de un salto en el barandal del puente, observando el agua que reflejaba la luz de la luna, calmada y serena.

Decidí sacar nuevamente mi celular para ver si mi amigo había contestado. Con cada segundo que pasaba, mi preocupación se transformaba en inquietud. Un suspiro escapó de mis labios al notar que seguía sin respuesta. Pero, al intentar guardarlo, algo extraño captó mi atención. Un líquido rojo, ya algo seco, cubría mis manos. Miré mis ropas y vi que estaban manchadas de la misma sustancia.

El corazón me dio un vuelco. Miré hacia arriba, aterrorizado, sin entender cómo había llegado a esa situación. La idea de que la noche no solo había oscurecido mi camino, sino que también había escondido un horror indescriptible, me envolvió. Las preguntas comenzaron a inundar mi mente. ¿Qué había sucedido mientras estaba inconsciente? ¿Qué parte de mí había dejado de lado en la borrachera y la confusión? La tensión se apoderó de mí, y la soledad del puente se convirtió en un abismo aterrador, donde las respuestas se escondían tras la niebla de mis recuerdos.

𝘈𝘮𝘯𝘦𝘴𝘪𝘢Donde viven las historias. Descúbrelo ahora