Capítulo 1: Las señales

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Algunos dicen que la desgracia viene de tres en tres. Vida estaba segura que sus padres hubiesen contado la muerte de Dylan como una de ellas, ajenos a todo lo que vendría después. No era su culpa. Nadie en su santo juicio estaba preparado para lo que se vendría y, de no haber sido por el aliento de la muerte en su nuca, nadie hubiese sido capaz de verlo. Los animales fueron los primeros. Al inicio, cuando se creía que era tan sólo una fiebre estacional, se tendía a ignorar con la certeza de que en algunos días el propio sistema del animal fuera capaz de matar al bicho que lo bullía hasta que, de pronto, los temblores se convirtieron en desmayos y su aliento en una fiebre moribunda. Todos empezaron a morir. Uno por uno. Reses, alces, oso, ratas, perros, conejos, cabras, ovejas. Todos cayeron en las garras de lo que poco después se conocería como el sangrado. Porque, poco después de la fiebre interminable, el vomito y los aullidos de dolor, las vísceras del los pobres animales podían ser encontrados entre su estiércol envuelto en sangre.

Así fue la primera llamada del señor. Una ira iracunda que cayó sobre las criaturas inocentes para demostrarnos lo malos que éramos los unos con los otros, una ira que sólo podría ser apaciguada con el buen comportamiento y la alabanza, afirmo el reverendo del pueblo. Así que eso hicieron. Cada mañana, cuando el alba daba su inicio, los hombres del campo se veían y se bendecían mientras que sus mujeres preparaban el desayuno, cada vez más escaso, a las criaturas con un rezo susurrando en sus labios todos los días hasta que la comida empezó a desaparecer. Las cosechas se estaban secando gracias a la inclemencia del cielo y, dentro de los corrales, los animales caían uno tras otro. Alguna vez Vida había escuchado al reverendo decir que no había razón para tenerle miedo al terror de la tierra cuando el único que importaba era el del cielo. Estaba demasiado pequeña como para entenderlo por completo en ese momento, pero ahora sabía que se equivocaba.

Todos reían, apretujando su ropa entre sus manos, cuando alguien lo comentaba. El hedor que antes se cernía sobre ellos era como una nube, flotando lejana a todo lo que se rodeaba a su alrededor, pero conforme el pozo que contenía los animales se vacía, la nube se había convertido en una hoguera. Alta y majestuosa ahogándolos a todos. El uso de hierbas y ungüentos no fue suficiente para cubrir el hedor a muerte que provenían de los hogares, así como tampoco fue suficiente las medicinas cuando cada uno de ellos empezaron a caer. Fiebre, calambres, temblores, vomito, delirios, gritos, diarrea, muerte. Esa fue la segunda llamada del señor, afirmaron algunos, los iba a castigar con hambre para bendecirlos con abundancia. Sin embargo, la realidad es que Dios los había abandonado desde hace mucho tiempo así como ellos a él y, cualquiera que hubiese tenido un aliento por contener, se habría dado cuenta que habían firmado su sentencia en el mar hirviente del infierno cuando los niños empezaron a desaparecer, después los ancianos. Los cadáveres se empezaron a pilar unos sobre otros como costales de trigo, pronto ningún llanto que le perteneciese a una alma inocente se lograba escuchar en infinidad del abismo.

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