Los Errantes Mecánicos

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En el verano de 1894, el joven Toru partió a la guerra. 

Como si se tratase del mensaje de algún panfleto belicista, antes de que despuntase la siguiente primavera estaría de vuelta.

El problema era que no tenía un lugar al que volver. Huérfano de padre y madre; sin trabajo ni amigos, el chico se había alistado tan solo para sentir que por fin pertenecía a un grupo.

Acabada la guerra, bajó del barco que le traía de China y comenzó a caminar sin un rumbo fijo, con su petate y su fusil Murata anclados a la espalda.

Pudieron pasar dos días o dos meses hasta que llegó a aquella taberna de aspecto pésimo, donde a la vista del uniforme raido y el viejo fusil los ancianos le tomaron por su salvador.

Así es como a cambio de unas monedas y algo de vino de arroz, Toru se adentró en el bosque en busca de los Errantes Mecánicos.

- Tienen seis u ocho patas – Dijo uno de los ancianos- Hechas de bambú y unidas con cuerda y cuero.

- Su cuerpo es como un esqueleto grande, del tamaño del de un oso o más incluso – Apostilló otro.

- Con sus garras afiladas asustan a nuestro ganado por las noches, incluso creemos que raptaron a una niña que desapareció el año pasado. – Sentenció un tercero-

Las palabras resonaban ahora en su cabeza mientras seguía el rastro bajo la lluvia. ¿Podía ser verdad que existiesen aquellas criaturas? Y en todo caso, ¿de dónde salían? Los ancianos las describieron como brutales artefactos mecánicos, así que por ende debía de existir un alma humana detrás de aquellas pisadas (o más bien agujeros) que se repartían sobre el barro, internándose en el bosque más profundo, allá donde nacen las leyendas sobre dioses y fantasmas.

Quedaba muy poca luz cuando Toru se tumbó con sigilo en el suelo y se acercó reptando hasta un árbol caído en el extremo del claro, desde donde pudo ver por primera vez la mole oscura que era el errante. Sorprendido, trató de pensar con claridad una estrategia para vencer al "animal". Posicionó su fusil y contempló las letras grabadas en el cañón, iluminadas ahora por el reflejo de la luna:

DECIMOCTAVO AÑO DEL EMPERADOR MEIJI

El Tipo 18 había sido un arma fiel y quizá su único amigo, pero ahora el antiguo soldado suspiraba por una de esas enormes ametralladoras Gatling americanas en lugar de su rifle de cerrojo de un solo disparo.

Por el tamaño de las patas del "bicho" asumió que podría alcanzar su posición en apenas un par de zancadas. No había tiempo para un segundo disparo ni para escapar; su destino quedaría sellado en aquel instante.

Apuntó hacia el tórax de la bestia, de donde salía un tenue resplandor rojizo, y ajustó la mira deslizante. Ni tan siquiera sabía si eso era el corazón, el cerebro o algún órgano vital, o si los errantes tenían órganos, para empezar.

Acarició el gatillo un instante y luego ejerció la presión necesaria.

De repente, el grito infantil le hizo comprender. Ellos también estaban solos. Solo trataban de volver, aunque atrapados en aquellos cuerpos bestiales. 

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