I: 13:07 - 13:22

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La última clase del miércoles era Trigo, las dos horas enteras de pura mamera, de números amontonándose unos sobre otros, hordas y hordas de relaciones aritméticas e inentendibles y más el bochorno de los días claros de septiembre las cabezas ya se balanceaban por el sueño, solo faltaba ese olor tan maluco a sudor y sucio que había en el salón si hacía sol, o la brisa o el frío brutal de la lluvia y todo estaba listo para empezar fastidiar. Para rematar miss Florencia, la viejita chueca que daba la materia, de bastón y gafas como con cuentas, como camanduleras, no ayudaba a mejorar el ambiente, solo se bajaba las gafas para mirar sobre el lente y lanzar algún comentario desagradable cuando alguien no llegaba con la tarea hecha o tenía el cuaderno desordenado. Sus clases consistían en el despeje de sus sermones llenos de larguísimas retahílas que no llegaban a ninguna parte.

Aquel día el sol bañaba el IED Agroindustrial en la primera hora de la tarde y el salón del primer bloque, el que tenía todas sus ventanas mirando al suroccidente estaba calientísimo.

Siempre fue lo mismo.

Pero esa tarde le había olido a algo distinto. Desde las empanadas de la cooperativa, las clásicas de carne desmechada y guiso que eran tan sabrosas, hasta el agua, el agua fluyendo en los bebederos durante la clase de Educación física, también la madera de los lápices y la tinta de los esferos vomitados, todo olía... a raro, como a picho, como un aroma aunque no del todo desagradable sí incómodo.

—Por favor todos abrir la página treinta y uno del libro, vamos a resolver los ejercicios uno al catorce, ¿quién quiere empezar?

Miró por encima de su hombro. Laura estaba del lado opuesto del salón en su buena esquina adornado los murciélagos de foamy para unas invitaciones o algo del estilo de la presentación para Halloween, el Magic day dentro de dos semanas; estaba sentada con los pies cruzados, toda estoica y toda inalcanzable, con las uñas bien pintadas doblando a los animales, metódica. Al parecer su sexto sentido la picó porque alzó la vista hacia Celia y ambas cruzaron una mirada sosa. La misma mirada que siempre le dedicaba.

Nadie dijo nada y Miss Florencia, disgustada, eligió a un chico y la lenta lectura previa empezó. Mientras el muchacho, un chico que no pronunciaba las erres correctamente hablaba, Celia alzó la mirada al vacío, pero se quedó como desorientada cuando Czizek apareció tras de la puerta del salón, como un espanto en el reflejo. Parpadeó. Él golpeó con un patrón rítmico y cuando la vieja profesora le abrió (con los ojos como platos al verle la placa en el brazalete del hombro) pasó hasta el frente como una aspiradora humana: recogiendo miradas curiosas, enderezando las posturas y eliminando el aire soporífero de la última clase del miércoles. Era como un sueño tenerle ahí enfrente del tablero, absurdo, como si el tablero con el montón de números no perteneciera a la misma realidad que él y aún así allí estaban. Czizek les miraba con un grado de preocupación a todos y revisaba los rostros de cada uno de los alumnos, con sus ojos ágiles, buscando rastros, saboreando el aire sucio de los colegiales.

Se sentía un poco mareada. La pastilla de la prueba debajo de su lengua sabía amargo.

—Buenas tardes. Soy el agente especial Julián Czizek del DACOM y mi equipo y yo operamos en este, el sector 13 de la ciudad, no es para que se alarmen, pero lo que nos reúne aquí es que existe la posibilidad que algunos de los presentes hayan sido expuestos a un caso A de inoculación. Pero descuiden, inmediatamente seremos diligentes. Por eso: Beros Manuel, Romero Celia y Moreno Laura nos acompañarán en esta ocasión. Haremos unas pruebas con ustedes y si todo va bien, los devolveremos.

Czizek se veía como un niño en el traje de grande, ahí, con su rostro tan lozano, encorbatado, con tibias ojeras, con la sombra de la barba, con un olor a cigarrillo todo feo, tan perdido y a la vez tan encontrado, tan abrigado. Le hizo gracia a Celia verlo hablar.

Nada nuevo sobre el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora