V: 17:00 - 17:01

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A Laura Moreno últimamente le encantaba hacer murales, la sensación de la mano cuando pintaba con las brochas, el arribabajo constante, estirándose tanto que por la noche cuando volvía al apartamento ya le dolían las piernas, el uso de todo el cuerpo para pintar que allá arriba la hacía sentir como un monje dominando un arte marcial místico. Al principio le dio miedo tener que subirse en las escaleras, siempre había tenido un poco de vértigo y había veces en tenía que se apoyaba en una sola pierna y la altura era tal que la caída podría perfectamente fracturarle algo, se sentía peor cuando solamente había una persona sosteniendo la escalera, pero como todo en la vida la práctica y la confianza en los muchachos poco a poco la hizo sentirse cómoda.

Con el tiempo se dio cuenta que pintar murales era casi como tener una terapia aislada para ella, entraba en un estado diferente de consciencia en donde todo su campo de visión, todo su mundo era el color en la pared, nada que no fuera abstracción cruzaba por su mente, se perdía en pensamientos amorfos y ¡pam! Carpe diem. Requería mucha fuerza física, mucha concentración y mucho tiempo pero valía la pena porque era una sensación que se iba cocinando a fuego lento, valía la pena el esfuerzo físico, el sudor en la espalda, madrugar con el cuerpo aún cansado al día siguiente, no poder correr por el dolor en los gemelos. Todo eso valía porque cuando se recostaba en el pasto a la sombra de los murales a ver el trabajo terminado, en los domingos, que era los días en los que siempre terminaban las obras y se brindaba con jugos por ellas se sentía satisfecha.

Además recientemente los muchachos estaban consiguiendo más aerosoles de pintura, pinceles, libros álbumes y nuevos lugares impresionantes, querían aprender parkour también. El proyecto avanzaba bien y los insumos gracias al proveedor desconocido de Rudra no escaseaban tanto como antes, fue gracias a la chica que vio por primera vez una lata de pintura y si algo le fascinaba era el funcionamiento de las botellas de aerosol, lo de la presión, que la pintura se volviera aire, su sonido, su olor, aquel olor era casi adictivo Era magia.

Salía después de que acabara el colegio, se ponía el overol, se echaba un sánduche a la maleta, un par de tarros, su propia brocha y su espátula, agarraba la cicla y salía volando a encontrarse con los muchachos de la Luna del Edén y se iban hasta la vieja fábrica de cervezas de Bavaria al mural de un dragón surfeando en un cosmos que estaban pintando en uno de las bodegas al sur. El muro medía siete metros de largo con dieciocho de largo y solo eran trece personas y sus botes de pintura, además querían terminarlo antes de que empezara octubre, por lo que en aquellos días no tuvo mucho tiempo de pensar las cosas, fue un corre corre constante entre los preparativos del colegio y el mural de la Luna, pero estaba bien.

Había empezado con graffitis cuando su madre, la señora Elsa Álvarez, murió por un caso C de inoculación. Irónico. Su madre que siempre le hablaba de lavarse las manos cada vez que pudiera con agua o con jabón por al menos cuarenta segundos, la que limpiaba las superficies con alcohol vaporizado, endemoniada, la que se había ido a vivir arriba de la montaña como la ermitaña que en el fondo siempre había sido, la que había gastado los ahorros en comprar purificadores de aire y había sellado herméticamente su chalet alpino. Si había alguien en el mundo que no sería inoculado habría sido ella y aún así, ahí fue, al final tantos cuidados no le sirvieron de nada y Laura tuvo que al final irla a llorar hasta Fómeque, el paraíso de los zorros, donde las cañadas de neblina, los alisos y los eucaliptos reinan. Fue un viaje de una hora larga con ella sola en el bus mirando los extensos paisajes boscosos que se la iban a tragar y que se la tragaron poco a poco, porque cuando llegó al pueblo estaba mareada y débil. Aquel lugar le traía malos recuerdos. La última vez que había ido había sido con Rodri, esa vez habían llegado hasta la finca de su madre en medio de la nada. Salió chillando Mushu, el ganso blanco guardián que aleteaba eufórico, quizás reconociéndolos, los gansos son criaturas misteriosas. Ambos se quedaron viendo la casita detrás del muro de eucaliptos y Rodri, el muy desgraciado, sacó un cigarrillo del bolsillo lentamente para que ella no se diera cuenta mientras estaba concentrada en el ave.

Nada nuevo sobre el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora