VIII: 16:50- 17:03

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La neblina de la tarde se escurría por las vías inclinadas, cuesta arriba de la montaña hacía más frío y las torres de edificios daban espacio a bloques y bloques de casas vacías y de la periferia de la nueva ciudad, el asfalto roto se volvió vías sobrias de ladrillos, las calles se ancharon y grandes plazas donde los árboles crecían enormes hasta golpear los alféizares o atravesar con sus ramas las ventanas y donde la maleza se tragaba el concreto se abrieron a su paso. El poquito de sol que quedaba coloreaba esa neblina un poco menos y menos mientras más avanzaba el tiempo y eso junto a las largas sombras y el nuevo helaje hacían sentir a cada cuadra que pasaban ruinas tristes y desoladas.

En realidad aquel día el paisaje se veía más fantasmal de lo que creía que se vería, pero Czizek estaba acostumbrado al paisaje en las periferias, afuera del área era completamente distinto, en especial en las partes más altas de la ciudad donde la población se había retirado casi del todo, iba tanto porque era ahí donde se llevaban a cabo los duelos de personas inoculadas cuando lo decidían, pero nunca se acostumbraba, no creía que se pudiera, la vista siempre le removía algo por dentro. Nunca conoció la vieja ciudad, ni cuando funcionaba normalmente ni cuando el caos se hizo por las cuarentenas, le intrigaba pensar en lo que aquellos sitios fueron sin tener una respuesta clara.

Habían personas en el departamento que odiaban ir a esos lugares, que estaban malditos, decían, que a veces cuando uno iba solo, en silencio o cuando caía la noche, cuando no se veía casi nada, escuchaban murmullos a veces lejos, a veces justo en el oído y se espantaban, se les erizaba de arriba abajo todo el pellejo, veían sombras, que porque allí quedaron todas las personas inoculadas, las que mataron en las épocas de cuarentena que no recogieron nunca sus cuerpos, las redes de secuestro y ahora los que morían en duelos.

A su lado Celia de nuevo estaba inmóvil con una rigidez que bien parecía muerta, sin embargo tenía pequeños espasmos a veces de la nada que lo asustaban, lo mantenían tensionado y alerta, con la mano izquierda al alcance de la correa. La visibilidad se empezó a complicar en algunos tramos.

A él siempre le dio miedo toda esa localidad, todas esas casas y la facilidad para escuchar el eco, hasta la fuerza con la que la brisa embestía que le parecía superior a las zonas más céntricas, los edificios moribundos en avanzado estado de descomposición, también a veces de la gente que vivía por allá que esperaban que alejados de la sociedad evitarían el contagio y que se sustentarían viendo qué podían cultivar allá, pero lo cierto es que era incapaz de entender cómo se podía vivir en ese silencio tan insoportable, con el frío, la niebla, por las noches sin nada de luz eléctrica, sin una verdadera certeza de que la inoculación se evitaría asilándose. Inclusive cuando de vez en cuando veía grupos medianamente grandes de personas seguían viéndose aislados, recelosos, con casi el rostro tapado y los que no con la cara roja, cuyos sonidos parecían ser absorbido en el aire, en realidad se sentía como otro mundo.

Finalmente llegaron a la plaza. El duelo escogido iba a ser en una placita enclavada en la cuesta, detrás de lo que fue alguna vez torres residenciales de UnRes pero que nunca llegaron a finalizarse porque el Plan de Ordenamiento Territorial se quedó sin flujo de recursos, los edificios inacabados también se quemaron en una época. Unas trescientas personas quedaron a su suerte dejando atrás esas gigantescas estructuras grises llenas de moho, graffitis y trepadoras.

Avanzó por la vía, pasó sobre el puente de un caño reseco y estacionó. Desde ahí veía perfectamente el espacio donde sería el duelo: un pequeño parquecito metálico al borde de un caño que no superaba los veinte metros de diámetro, seguramente en los planos sería un parque más grande que integraría una zona de recreación para las tres torres de treinta pisos que le rodeaban, pero se había quedado enano con el abandono y ahora solo era una zona con un solo rodadero, cuatro bancas y una estatua minimalista en el centro con la forma de una "y" invertida. En una de las bancas estaba sentado Latorre con Laura, aparentemente hablando tranquilamente, ambos con unas caras destempladas y sucias, pero inclusive desde la distancia logró ver la camisa de Latorre manchada con una sustancia negruzca como aceite.

Nada nuevo sobre el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora