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Alguna vez escuche decir a nana que las cosas buenas, como malas, siempre llegan a su fin y yo jamás tuve una buena vida. O al menos, no una lo suficientemente larga. Nací  y me arrebataron la vida algunos años después. Mi nombre es Vida. Sin apellido. Nací de mi madre, como es de suponer, pero cualquiera podría decir que lo hice por cuenta propia. Seguro te preguntas la razón del porque estas leyendo esto, mi querido amigo. Bueno, déjame decirte que no lo sé, así como tampoco sé porque estoy escribiendo esto, aunque tengo una sospecha: pronto voy a morir.

Por segunda vez.

Cuando mis padres lo hicieron primero, y más temprano aún mi hermano, uno dejo una huella sobre el  otro. Es así como existimos, así es como vivimos. El amor, odio, sueños y esperanzas que depositamos en las personas que llevamos cerca de nosotros son la confirmación de que nuestra penosa existencia seguirá latente por algunos siglos más. Vivimos de los recuerdos hasta que nos convertimos en uno. Por eso estoy escribiendo esto porque siempre he sido demasiado egoísta como para que me olviden y si tú me mantienes contigo, aunque sea en el fino hilo del desprecio, mi sangre vivirá para siempre. Por eso necesitas saber lo que paso después, cuando había tan pocos de nosotros que apenas quedaba el recuerdo de lo que había sido aquel lugar alguna vez. Los que no se habían muerto todavía intentaban huir. La costa estaba demasiado cerca del poblado como para no arriesgarlo todo. No tenían dinero, pero estaban convencidos que encontrarían la solución o, de lo contrario, recibirían la muerte con gusto. Es por eso que mis padres se fueron, porque creían que podían escapar de lo que ya los tenía acorralados. Papá ya estaba enfermo, pese a que lo escondía. Todos podíamos oler el hedor de la enfermedad desprenderse de su cuerpo, de las manchas de sangre que abordonaban su ropa apenas puesta sobre su cuerpo delgado y tembloroso. Mamá sería la siguiente, todavía no estaba enferma, pero no sería por mucho tiempo. Ambos habían comido de esa carne. La rosada y brillosa, cubierto apenas por grasa debido a la desnutrición. El hijo de los Frey había cumplido apenas siete años el mismo día en que saquearon su casa para matarlo a él y a su familia. Los Frey no era ricos, al contrario era tan pobres que no les alcanzaba si quiera para la carne que estaba empezando a rondar así que seguro debían inventar una forma de alimentarse. Sea lo que sea, ellos llegaron a la misma conclusión al ir por los Frey, ajenos a que el virus del sangrado se multiplicaba con velocidad dentro de sus cuerpos.

No comí esa carne. Esa ni ninguna. Cuando mis padres trajeron la carne lo habían hecho sólo para ellos. Yo me había convertido en algo peor que el sangrado para ellos desde que supieron que vendría al mundo. Eso fue lo que me salvo. Ellos se fueron en cuanto salió el sol. Mi padre guardo en su bolsa sus trajes sucios y sus zapatos, mamá sus vestidos y las joyas baratas de su familia. Yo me quede mirándolos desde mi rincón, tapada hasta la barbilla con una cobija raída por el tiempo.

— Franco—llamó su madre— ¿estás listo?

Mi  padre había desaparecido desde hace un tiempo. No tenía que ser demasiado lista para saber que seguro se encontraba vomitando las viseras de alguno de los vecinos.

— Franco.

Silencio.

— ¿Franco?

— Ya voy, mujer —gorgoteó mi padre desde el fondo del pasillo. Tenía los ojos rojos y el rostro chorreando de sudor cuando llego hasta ellas. Había una nueva mancha de sangre en su camisa deslavada—. ¿Guardaste la carne seca?

Su madre asintió, ambos voltearon a verla.

— Vida—escupió su madre.

Sería la última vez que me vería en toda su vida, pero le eran imposible fingir tan siquiera en mi abandono. Ambos salieron. Eso era todo. Ahora lo único que tenía para perder era mi vida.

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