Capítulo 7: La magia de las hadas

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Habiendo llegado al Centro Cívico de la República de los Niños, Marcos se quedó encantado con lo que veía.

Ese pequeño mundo, con sus edificios a medida para un niño de diez años en promedio, con un estilo gótico variado y colorido, te invitaba imaginar y transportarte a un mundo de fantasía...o a Disneyland, lo que prefieras.

El inicio del paseo fue recorrer la calle viendo los diversos negocios y lugares de comida. La cafetería, el Mostaza, el carrito de papas fritas, los helados...aunque acababan de almorzar, así que no tenían mucho interés en ellos.

Al llegar a la plaza se frenaron.

- ¿Qué querés ver primero? Podemos entrar a algunos lugares. -Agus le señalaba todo.

-Vamo' a ese, ¿qué es? -Movió la cabeza para indicarle cual.

-Esa es la Legislatura de La Repu. Es fantástico todo por dentro, es una réplica del Poder Legislativo para enseñarles a los niños, con tamaño para niños.

Se acercaron a un edificio con una torre central. De colores blancos y cobrizos, tenía una placa en la entrada informando qué era. Con una hermosa estatua en el ingreso, decidieron dirigirse a la derecha, por un pasillo que contenía diversas habitaciones que simulaban despachos y oficinas, hasta llegar al recinto de la Cámara de Diputados, donde pequeñas bancas de madera acomodadas en medio círculo le hacían honor al recinto real.

-Es muy bonito. -Marcos miraba con dulzura el lugar.

-Y no es solo decorativo eh. Acá hacen el Gobierno Infantil donde los chicos vienen en representación de sus escuelas y deliberan propuestas que si se aprueban las mandan al Concejo Deliberante de acá de La Plata. -Levantaba las cejas con emoción.

- ¿Posta? Que locura. Estaría buenísimo que lo hagan en Salta también digamo'.

-Es espectacular que los chicos aprendan así, por medio de la práctica y la simulación. Cuando era chico vine con el colegio también, es algo que hacen todas las escuelas acá. Me había encantado...creo que desde ese momento descubrí mi pasión por la política e historia. -Sus ojos brillaban.

Marcos lo miró admirado.

Pasión. Era un concepto que difícilmente podía asimilar. Su vida siempre estuvo llena de aventuras y actividades que lo hicieron feliz y adoraba hacer, no obstante, no podía llamarse a sí mismo apasionado por ellas.

¿Qué lo reprimía? ¿Qué hacía que no pueda sentir una emoción tan fuerte por algo, que sus ojos brillen intensamente mientras hablaba de ellos? ¿Por qué no había tenido algo que lo llenara a tal punto que podía quitarle el malhumor solo por hablar de eso? ¿Por qué Agustín sí podía, y con esa facilidad? En este punto, Marcos no sabía si lo admiraba o lo envidiaba.

Todo lo que Agustín decía sonaba como una poesía. Su léxico y sus expresiones, tan vivaces y efusivas gracias a su frenético movimiento de manos, daban la sensación de que estaba hablando de lo mejor que le había pasado en su vida, aunque sea lo más mínimo.

Marcos a veces se cuestionaba si esta falta de pasión venía de su personalidad introvertida. Claro, no se consideraba tímido, así que no le costaba hacer ni hablar de nada con otras personas. Pero, aun así, ni siquiera en soledad encontraba sus pasiones.

Cuando iba a la escuela y debía rellenar encuestas sobre sus cosas favoritas, al principio se abrumaba tratando de pensar algo que lo emocionara tanto como se emocionaban los demás. Su compañera hablaba del baile con los ojos brillosos y el pecho inflado. ¿Y él? Al pensar en el rugby -deporte que practicó en su niñez-, solo podía pensar que le gustaba y se divertía. Eso es todo. ¿Entonces por qué? ¿Dónde estaban sus emociones fuertes?

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