Las olas rompían contra las escalinatas de cemento, produciendo un agradable sonido que calmaba sus nervios. Ni siquiera tenía claro cómo había llegado allí, a ese punto de su vida en el que la desesperación se juntaba con sus recuerdos y lo hacían trastornarse hasta desear la muerte. Pero no era un cobarde, su padre había tomado la absurda decisión de acortar su vida y le odiaba, no solo por haber sido un medroso hombre que no fue capaz de enfrentarse a la vida, sino por haberlos maltratado a él y a su madre entre vapores etílicos y miradas de desconfianza, así que la idea de tomar la misma decisión por la que él había optado a sus ocho años era algo que le daba náuseas.
Si se aventuraba a recordar su pasado, solo podía encontrar recuerdos llenos de lágrimas. Tal vez fuese por su padre violento y beodo, o por su madre apocada y silenciosa, que pensaba que no valía la pena como persona, que era un desperdicio humano sin ningún tipo de valor.
Años atrás había conocido a una joven que, por entonces, tenía diecisiete años. Nunca había pensado en una relación romántica con ella porque estaba destrozada, porque se odiaba a sí misma tanto como él lo hacía, pero había algo que los diferenciaba. Si bien ella se había enfrentado a unas vivencias similares a las suyas, había encontrado fuerzas en la música, y tocaba el violín de un modo deslumbrante, pese a tener los dedos torcidos por culpa de su padre y de las numerosas veces que se los había roto.
Miró el mar con el corazón encogido. A veces ansiaba ser un pez o un ave rapaz, algo que le ayudase a escapar. A las águilas nadie podía detenerlas y los peces no tenían memoria suficiente como para recordar el pasado. La memoria puede ser la peor de las condenas, atar a un hombre fuerte con cadenas y hacer que se hunda en la desesperación.
Solo había un momento en su vida, un segundo que se volvía eterno cuando miraba a la luna, en que había sido verdaderamente feliz, y eso fue cuando vio el mar por primera vez. No tendría ni diez años, y se quedó prendado de la belleza y el brillo de las olas, del olor que inundaba su nariz y lo llenaba de tranquilidad. Por eso estaba allí, en el faro, custodiándolo. No era realmente necesario, la informática hacía que solo fue imprescindible cambiar el foco. La luz se encendía sola y se apagaba sola, así que nadie comprendía por qué se empeñaba en subirse a una lancha e ir cada maldita noche al faro, hiciese el tiempo que hiciese.
Miró a la luna con una amarga sonrisa, a su única amiga, y luego al puerto. No quedaba lejos, si uno tenía el oído tan fino como él, podía escuchar hasta las voces de la gente, y desde su posición, con las olas tranquilas que de tanto en cuando rompían contra las escalinatas de cemento, pudo oír una triste melodía que arrancaba lentamente de las cuerdas de un violín.