Tres por uno. Esa es fácil, debo de acordarme. Tres por uno tres, evidente, ojalá recuerde el siguiente. No sé cuanto hace que este dolor me está atrofiando la mente. No quiero más ese polvo, no lo respiraré más, me quema el cerebro, me anula. Tres por dos, necesito el resultado, las matemáticas activan mis neuronas, me hacen sentirme yo mismo, libre, vivo. Solo volviendo a poner en marcha mis sinapsis abotargadas lograré que mi voluntad aflore y escapar del dominio del infausto bokor. Estoy casi seguro que eran seis y este nuevo descubrimiento hace que perciba con claridad como mi intelecto recupera algo más de su fluir. Nueve, doce, quince, dieciocho, me alzo y me reconozco, soy yo todavía, pero me sé esclavo, atado al ergástulo de ese brujo infernal y sus drogas alienantes. Anoche esquivé otra vez el momento de inhalar la sustancia que me ata a esta ominosa realidad de humillante servilismo, mas con mi finta llegó el hambre, esa sensación ingobernable. Se abre camino en mi, desgarrándome y partiéndome en dos, amenazando con arrebatarme mi recién recuperada tenacidad, robarme el control que a duras penas retengo y llevarme de la mano a cometer atrocidades. Lo peor: no viene sola, la acompaña el dolor, lacerante, infinito, punzando como un clavo que horada cada uno de mis maltratados nervios que celebran los primeros síntomas de recuperación con espasmos insoportables. Tres por siete, no puedo alcanzar el resultado, mis progresos se truncan aquí, este odioso malestar me impide evolucionar, este síndrome de abstinencia es así, así me controla, nos controla. Ahora lo sé, lo intuía, de alguna manera el conocimiento estaba ahí, ya no caben dudas, no estoy solo, somos más los prisioneros bajo su pernicioso influjo. Un pequeño ejército desmemoriado, sin decisión propia que moleste a cualquier amo que nos supiese manejar, soldados de una guerra que nunca será nuestra. Mayordomos silenciosos, cómplices, guardas aterradores de secretos que no debieran ser conocidos ni por sus propios dueños, hez de la Tierra. Sometidos al otro por medio de una adicción que no sabemos cómo adquirimos o si nos fue impuesta. Sin voz propia, aunque ahora vuelve parte de la que un día creo que tuve. Se la presto a mis compañeros y me apropio de su sentir. ¿Quizá fue así como se apropiaron del mío, silenciándome? No lo recuerdo, no sé nada. ¿Cómo pudo ser?

¿Quién soy yo?. Debiera empezar por responder esa pregunta. Creo intuir imágenes lejanas que palpitan como recuerdos verdaderos. Una placa, un uniforme, una profesión, una vocación, sí, yo era policía. Mintieron sobre mí, esa maldita periodista, Valeria Nambena, me sacrificó al bokor para vender morbo. ¿Cómo fue?, no lo sé, salió aquello en la prensa y la maldición se cernió sobre mi familia. Primero engancharon a mi padre al odioso potingue, luego a mi madre y al final a mi pobre e inocente novia. Ella era virgen, somos gente de bien, estábamos esperando al matrimonio para unirnos con amor, pero empezó a hacer la calle por una dosis. Fue una crueldad que no pude soportar, el dolor de presenciarlo se mantiene más vivo que el propio conocimiento del hecho, ¿quizá por eso caí yo también? No puedo saberlo, ni la primera vez ni ninguna otra han dejado la más mínima huella en mi memoria, como si la hubiesen borrado, solo permanece un continuo de agonía. Debo escapar de aquí para recuperarme como es debido, no voy a poder evitar la droga siempre y mi mejoría es aún muy precaria, necesito fuerzas para cumplir con mi venganza por esto. Ignoro si podré lograrlo, si encontraré el modo de huir sin ser capturado, si volveré a ser ese yo del que a penas tengo retazos sobre su identidad, mi mundo entero es incertidumbre. Un mar de dudas existenciales y vitales, de ausencia de retrospectiva, sin más prospectiva que la fuga y la revancha guiadas por un único sentimiento de odio sordo sin límite. El rencor va creciendo y ganando predominancia en mi interior tal como gana vividez la imagen de mi novia siendo mancillada por otros por dinero para droga. Va tomando el control de los escasos pensamientos que aun puedo articular, se apodera de todo cuanto se alza a su paso, sin misericordia. No estoy dispuesto a frenarlo, es el sentimiento natural, lo que debe ser, será la fuerza motriz que me alzará libre. Mi novia, mis padres, yo mismo, traicionados por esa periodista, esclavizados por el bokor, ambos deben pagarlo caro. Lo poco que he encontrado de mi, a través de otros, también ha sido corrompido. Intento reprimir mi desprecio, que él no lo perciba antes de tiempo. Antes que nada debo tener un plan de acción. Exprimo las posibilidades de este cerebro. No consigo nada.

Odiar es vivir. Activa la sangre en mis venas. El repicar del corazón henchido de furia me limpia. Temo que me haya sorprendido mirándole de reojo y adivinado mi rencor. Mi intuición se abre paso entre el abismo del olvido, me avisa de sus sospechas. Empiezo a ser libre y no sé comportarme como los demás, el bokor no es tonto, lo percibe. Temo que averigüe la causa de mi conducta errática y me obligue a inhalar otra vez el aliento de la noche. No tengo dudas que yo solo no podré nada contra él, debo buscar ayuda, refuerzos, quizá entre mis compañeros de infortunio encuentre un ejército. Tratar de comunicarme con ellos es un infierno, mis pobres cuerdas vocales están atrofiadas y no responden a las torpes órdenes que mi ajado cerebro logra enviarles. Lo máximo que sale de mi boca es un aullido ululante y lastimero inarticulado que no expresa ni una sola de mis preocupaciones ni planes de fuga en modo alguno. Nadie va a comprender lo que estoy volviéndome loco para transmitir, ni siquiera yo lo entiendo cuando escucho el alarido tenue y desgarrado que brota de mis entrañas, átono, carente de significado, vacío. Observo esperanzado, a pesar de mi obvio fracaso, buscando un atisbo de comprensión en los rostros lívidos y carentes de cualquier expresión vital de los esclavos junto con los que formo esta camarilla. Imposible que estos seres carentes de espíritu, carcasas huecas vaciadas por el polvo maligno del brujo, entiendan nada, sus cuerpos son sus ataúdes y no hay nada más que hacer. Más parecidos a una miríada de maniquíes en proceso de descomposición que a los seres humanos que alguna vez debieron ser, no puedo esperar nada de ellos. Me aterra la visión de en qué se han convertido estos pobres diablos y por extensión en qué me han transformado a mí también. Siento alivio por estar recuperado y no formar parte de esa hueste pero se ve interrumpido en seco por la realidad. Yo también soy como ellos, uno más, mi mejoría es muy pequeña todavía y pende de un hilo. Si él descubre mi truco para no consumir el aliento de la noche estoy perdido. Mi situación es precaria, peligrosa, cada vez más, y sigo sin plan. Nada me diferencia de los otros, aunque me gustaría. Tomar consciencia de ello me horroriza. Sigo siendo así.

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