Estoy arreglando la sección de imanes cuando oigo el distinguible sonido del skate deslizándose por el asfalto. Acto seguido, la figura de Jonatan aparece con una sonrisa dibujaba en su rostro, skate en mano. Arriba de sus comisuras se forman dos hoyuelos, esos que aparecen cuando está feliz de verdad. Sus ojos cafés brillan de ilusión cuando me ve.
Le devuelvo la sonrisa, aunque un poco forzada y dejo lo que estoy haciendo para darle mi atención.
—Buenos días, preciosa —saluda, depositando un beso en mi mejilla.
—Buenos días —le respondo el saludo a la vez que cruzo los brazos a la altura de mi pecho, en actitud protectora.
Desde la última vez que habíamos estado a solas en su casa, no dejaba de darle vueltas a la cabeza con lo que había ocurrido. Aun recordaba lo que había sentido mientras Jonatan me tocaba y no podía relacionarlo con algo positivo.
Una vocecita en mi cabeza me susurra que debo cortar las cosas ahora antes de que sea demasiado tarde, pero otra parte de mí siente que a lo mejor la que tiene un problema soy yo, que Jonatan tiene razón y solo necesito tiempo para acostumbrarme.
—Hago una parada rápida antes de entrar a trabajar para decirte que te invito a cenar a mi casa esta noche, mis padres estarán fuera.
Siento un nudo forzarse en mi garganta y trago saliva de manera pesada.
Sé que debo negarme, decirle que no, porque sé lo que puede ocurrir si estamos solos y no me siento segura.
Pero mi otra vocecita interna sigue repitiendo que solo necesito darle la oportunidad y acostumbrarme.
Así que, con una sonrisa, acepto. Con una sonrisa, voy a su casa esa noche al salir del trabajo, ceno con él y me convenzo de que estoy haciendo lo correcto. Reímos mientras comemos. La pasamos bien mientras limpiamos los plantos y yo le salpico agua en la ropa y tenemos una pequeña guerra en la que nos empapamos con agua.
Entonces dejamos de reír y pasamos a otro ambiente, en el que empezamos a quitarnos prenda por prenda. Hasta que ya no queda nada. Hasta que me lleva a su habitación y me entrego a él. Por primera vez.
Duele. Todo duele. Mis uñas se clavan con fuerza sobre su espalda, creo que incluso le hago daño, pero él no se inmuta, ni siquiera cuando ve como unas lágrimas se derraman por mis ojos.
Se lo hago saber, pero Jonatan no me oye.
Me convenzo de que solo necesito acostumbrarme, porque de igual manera, no tengo con qué compararlo.
Me convenzo de que el sexo tiene que ser así.
Por eso, el resto de las veces que lo hacemos, en otras ocasiones, cuando Jonatan ya conoce de memoria cada centímetro de mi cuerpo, cuando he dado suficiente tiempo a mi cuerpo para que se adapte, me doy cuenta de que sigo sin disfrutarlo.
Así que llego a la conclusión de que la vida sexual no es gozo y disfrute. Es dolorosa, sin ningún tipo de placer.
Y a partir de ahí, dejo de ser la misma Alana. A partir de ahí, empiezo a romperme.
***
Me gustaban los días nublados. Había algo en aquel cielo cubierto de nubes grises, en la bruma que nublaba las calles, en la brisa lúgubre, que me hacía sentir segura. Como si dentro de aquel paisaje pudiera sentirme identificada y encontrarme conmigo misma.
Era extraño porque la mayoría de las personas preferían los días soleados, aquellos de cielos despejado, sin una sola nuble. Asociaban aquellos días con la felicidad.
Pero para mí la felicidad no era el sol golpeándome en la cara, impidiendo que pudiera abrir los ojos en su totalidad y provocándome un dolor de cabeza.
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El día que aprendí a amarme
Teen FictionAlana Acosta lleva una rutina tranquila en su día a día: trabajar, ir a casa, descansar y prepararse para el día siguiente. Un plan muy básico. Vivir de esa manera es lo que le ha dado la estabilidad y la tranquilidad que necesita, ya que gracias a...