[ XI ]

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Regresé a Bertholdt menos reacio que el primer día.

Aún detestaba la idea de estar rodeado de molestos riquillos imbéciles y tampoco creía que perteneciera ahí, pero, comparándolo con mi estancia en casa, aquel lugar resultaba el paraíso.

No volví a ver a Becky después de Nochebuena, aún cuando sus padres volvieron una semana después. Para ser sincero, nadie en el vecindario tuvo información de la hija de los Norris, pese a que había bastantes rumores circulando de boca en boca. Me enteré de la verdad acerca de su desaparición años después, aunque esa historia, nada triste, la contaré en otro momento.

A diferencia del primer día, cuando pisé Bertholdt en el año de 1973, mis expectativas habían crecido. Albergaba vagos deseos por reencontrarme con ciertas personas, tomar prestados los libros que me habían sido privados en vacaciones y centrarme, de nuevo, en estúpidas guerrillas estudiantiles.

Los moretones desaparecieron de mi rostro; solo quedaban los que podía ocultar gracias a la ropa. Pero, como me lo temía, estar bajo los castigos de Ian me acentuó la piel cetrina que tanto detestaba; justo lo que Joe resaltó al verme.

—Caray, Miller, tienes mal aspecto, te hace falta tomar el Sol —recomendó, sin un atisbo de gracia que hizo aún más cómica la situación. A nuestro alrededor todos se rieron y él continuó con su camino.

Me costaba imaginarle una rutina que no consistiera en hablar estupideces. A lo mucho, podía creer que su vida se basara en derrochar dinero, ser un cretino y presumir el puesto que su padre le heredaría, pero ninguna otra trama que aportara interés. Es posible que escondiera un secreto terrible que lo obligara a centrar sus frustraciones en los demás, aunque resulta en una mera teoría que me gusta defender porque, a día de hoy, tengo la certeza de que todos basamos nuestras vidas en los secretos que guardamos.

—Hola, Charlie.

Enseguida, el nerviosismo atrofió mis músculos y me volvió su títere, provocando movimientos torpes y balbuceos que me hicieron quedar como un descerebrado. Temí que por fin los golpes de Ian hubieran hecho efecto y aquella reacción al escuchar la voz de Michael se tratara de una contusión. Aunque los latidos acelerados de mi corazón delataron la verdadera razón de este comportamiento.

—Hola, Michael.

Recuerdo que antes de vacaciones, tenía pensamientos pasajeros respecto a la belleza de Thompson; incluso si no lo decía textualmente, las imágenes que aparecían en mi mente lograban una sonrisa acompañada de un suspiro involuntario. Pero nunca tuve las agallas de aceptarlo. En ese reencuentro, en cambio, al verlo envuelto en una camisa azul que se le ceñía al cuerpo, el cabello rizado ahora más corto y la jodida sonrisa que me hacía replantear quién demonios era, fue como si nunca hubiera sido testigo de un ser más hermoso. Me di cuenta que en las semanas que estuvimos lejos de Bertholdt, extrañé a Michael; había sido un sentimiento silencioso, casi sin hacerse notar, pero estaba ahí, tanto que tuve que contener las ganas de estrecharlo entre mis brazos.

—¿Cómo estuvieron tus vacaciones? —preguntó con suavidad.

El ajetreo de los estudiantes a nuestro alrededor quedó relegado a un segundo plano, pues los únicos sonidos en los que estaba concentrado eran los que salían de los labios de Thompson. Sin duda fui un descarado al bajar la mirada a ellos e imaginarme cómo se sentiría tocarlos, besarlos, lamerlos...

Alejé aquellos pensamientos frotándome la frente. No era correcto. Era una aberración sentirme como me sentía y estaba convencido de que, si Michael descubría lo que despertaba en mí, ni su carácter pasivo ni su miedo a ser expulsado evitarían que me propinara una paliza que me hiciera retomar el camino de la rectitud.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora