Ni crean que me van a detener con mi venganza.

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Sentada en un rincón apartado de mi habitación, la luz tenue de la tarde se filtraba a través de las cortinas, proyectando sombras suaves sobre el suelo de mármol

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Sentada en un rincón apartado de mi habitación, la luz tenue de la tarde se filtraba a través de las cortinas, proyectando sombras suaves sobre el suelo de mármol. Me había acomodado en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos descansando sobre mis rodillas, tratando de encontrar paz en la quietud. Sin embargo, la meditación era un desafío cuando el tumulto en mi mente no se apaciguaba con facilidad.

La conversación con mi abuela aún resonaba en mis oídos, como un eco persistente que no podía silenciar. La injusticia del castigo, la ira que sentía por la reprimenda y la frustración de no poder vengar a mi familia parecían entrelazarse en un torbellino en mi interior. Cerré los ojos, intentando ordenar mis pensamientos.

La voz de mi abuela sonaba una y otra vez en mi mente. Su risa, que inicialmente me había desconcertado, se transformaba en un recordatorio de su comprensión tardía de mi situación. Me había enfadado tanto su decisión de castigarme, pero al mismo tiempo, el dolor en su voz al hablar de la pérdida de Kosem y los otros hijos la había hecho parecer tan vulnerable. La imagen de su rostro, lleno de tristeza y desesperación, se superponía a la furia que sentía hacia el injusto castigo.

Intenté respirar profundamente, concentrándome en el aire que entraba y salía de mis pulmones, buscando despejar la neblina emocional que nublaba mi mente. Pensé en el futuro, en lo que planeaba hacer, y en cómo debía actuar para conseguir justicia. Mi venganza era una llama ardiente en mi corazón, pero la realidad del castigo me recordaba que debía ser cuidadosa. La tristeza por las pérdidas recientes se mezclaba con una necesidad creciente de actuar, de tomar el control de mi destino.

La imagen de Murad, llorando y expresando su miedo y su deseo de no ser rey, también ocupaba un lugar importante en mi mente. Su frustración y su dolor me recordaban lo que se había perdido, lo que había sido destruido. Me pregunté si él, al igual que yo, también sentiría la necesidad de luchar por lo que era justo y necesario, a pesar de sus propios miedos.

Me incliné hacia adelante, apoyando la frente en el suelo, permitiéndome un momento de vulnerabilidad. En este espacio de reflexión, entendí que no podía permitir que la furia nublara mi juicio. La venganza debía ser planificada, meticulosa, y no impulsiva. La tarea no solo era reclamar lo que me pertenecía, sino también asegurarse de que se hiciera justicia de manera efectiva.

Me tomé unos minutos más para respirar profundamente y centrarme en la calma interior que tanto necesitaba. Aunque las sombras del pasado y las preocupaciones del presente aún me atormentaban, estaba decidida a no dejar que el enojo y la desesperación me controlaran. La calma, la paciencia y la astucia serían mis aliadas en esta batalla.

Finalmente, abrí los ojos con un sentido renovado de determinación. Sabía que el camino hacia mi venganza y justicia sería arduo y lleno de desafíos, pero estaba lista para enfrentarlo, paso a paso. La paz interior que buscaba no era un estado permanente, sino un proceso constante de adaptación y fortaleza frente a las adversidades que aún se avecinaban.

Mientras me mantenía en silencio en el rincón de mi habitación, la determinación empezó a afianzarse en mi corazón. La meditación no solo había sido un ejercicio para encontrar paz, sino también una introspección profunda sobre mi propósito. La tristeza y la ira que había sentido por el castigo impuesto por mi abuela se convirtieron en una fuerza implacable que alimentaba mi resolución.

Cada pensamiento de injusticia, cada imagen de mis seres queridos caídos, avivaban la llama de mi venganza. La noche comenzaba a caer, y las sombras en la habitación parecían alargarse como reflejos de mis pensamientos oscuros. Mi mente estaba centrada en la figura de Suleiman, Ibrahim y Hatice. Mi odio hacia ellos era tan intenso que ni siquiera la idea de mi propia muerte podía hacerme vacilar.

Cerré los ojos y me imaginé el rostro de Suleiman, el hombre que había traicionado a mi familia y arruinado mi vida. Pensé en Ibrahim, el que había conspirado y manipulado a espaldas de todos, y en Hatice, cuya crueldad había contribuido a las tragedias que sufrimos. Si mi destino era partir de este mundo, lo haría con la certeza de que ellos también pagarían el precio. No habría paz para ellos en el más allá si yo tenía algo que decir al respecto.

En mi mente, diseñaba una estrategia meticulosa, cada paso calculado para asegurar que no solo mi sufrimiento tuviera un propósito, sino que también llevara a la justicia que mi familia había perdido. La idea de que mi vida pudiera ser un sacrificio en la lucha por mi venganza no me aterrorizaba. Era una convicción profunda que había florecido en el jardín de la pérdida y la desesperación.

Me imaginé en el más allá, arrastrando a Suleiman, Ibrahim y Hatice conmigo. Si mi existencia debía terminar, sería de manera que su destino también se viera sellado. Mi último acto en este mundo sería una prueba de mi fuerza, un testimonio de que incluso en la muerte, no me rendiría sin dejar una marca indeleble en el curso de la historia.

Pero mientras mi determinación se afirmaba, no podía ignorar la realidad de que Murad, mi querido hermano, se vería afectado por mis acciones. Sabía que él no me perdonaría si yo partiera antes de tiempo, arrastrando a los enemigos con mi partida. La culpa y el dolor que esto le causaría me atormentaban, pero la necesidad de justicia era más fuerte.

En cada rincón de mi ser, comprendía que el sacrificio podría ser la única forma de obtener la paz y la felicidad que mi abuela, mis tías y Murad merecían. Mi vida sería el precio que estaría dispuesta a pagar si eso significaba que al final, el mal que había causado tanto sufrimiento sería erradicado.

Con una última respiración profunda, me levanté y me dirigí hacia la ventana. La noche estaba tranquila y estrellada, pero mi corazón estaba en llamas de determinación. Si mi vida debía ser el precio para llevar a los culpables al infierno y asegurar un futuro mejor para los que quedaban, entonces que así fuera. La justicia sería mi legado, y en ese pensamiento, encontré mi resolución final.

Mientras la noche se asentaba sobre el palacio, mi mente seguía trabajando sin descanso, centrada en el futuro que deseaba para mi hermano y el imperio otomano. En el silencio de mi habitación, imaginé un nuevo amanecer para el imperio, uno donde Murad, mi hermano al que tanto amaba, se alzaba como el nuevo sultán.

Visualicé a Murad en el trono, un hombre sabio y justo, restaurando el esplendor perdido de nuestro hogar. Su ascenso al poder sería el renacimiento que el imperio necesitaba, y no solo para nosotros, sino para el mundo que alguna vez conocimos. En mi mente, el palacio, que había sido una ruina de tristeza y desesperanza, se transformaba en un símbolo de resurgimiento y prosperidad.

Imaginé a Murad rodeado de nuestra familia. Mis queridas tías y mi abuela, que ya estaban en sus últimos años, vivirían esos años con tranquilidad y felicidad. La sombra de los sufrimientos pasados se disiparía, reemplazada por el calor del hogar y la prosperidad renovada. Veía a Murad, guiado por el amor y la sabiduría de su familia, encontrando una compañera que lo amara con la devoción que nuestros padres se habían profesado. Juntos formarían una nueva familia, consolidando una dinastía que perduraría más allá de mi propia vida.

Aunque la visión de mi futuro se volvía cada vez más clara, la realidad seguía demandando sacrificios. Sabía que las sultanas como yo no teníamos tiempo para el luto personal. Nuestra responsabilidad era pensar en el bienestar del imperio y actuar en consecuencia. La seguridad de nuestra dinastía y el futuro de Murad dependían de la eliminación de aquellos que habían causado tanto daño. Suleiman, Ibrahim y Hatice eran las piedras en el camino hacia ese futuro glorioso.

Con esta certeza, me preparé para los desafíos que se avecinaban. Mi venganza no era un acto de simple ira, sino un medio para alcanzar un fin mayor. Si mi sacrificio podía garantizar el florecimiento de un imperio y la estabilidad de aquellos a quienes amaba, entonces lo aceptaba sin reservas. La dinastía otomana continuaría y, aunque yo no estuviera presente para verlo, mi legado sería la paz y el renacimiento que Murad llevaría a su reinado.

Cerré los ojos y respiré profundamente, sintiendo que la determinación que había jurado nunca flaquearía. El imperio otomano y el imperio Safavida se levantarían de las cenizas, y yo, sin importar el costo, haría lo que fuera necesario para asegurar su grandeza.

𝕷𝖆 𝕾𝖚𝖑𝖙𝖆𝖓𝖆 𝕯𝖊 𝕸𝖊𝖙𝖆𝖑|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora