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Después de esa noche, todo volvió a la normalidad. En el momento exacto en que fui capaz de entenderme a mí misma y explicarle a alguien lo que me pasaba, esos sentimientos que tanto daño me habían hecho fueron mucho más fáciles de controlar, porque ahora los compartía con alguien, y eso siempre ayuda.

A partir de esa noche que pasamos abrazados delante de la Fontana di Trevi, salir a pasear de madrugada se volvió una rutina. Nos levantábamos tarde, pasábamos el día perdidos por Roma o encerrados en el apartamento con nuestros amigos, y cuando llegaba la hora de acostarse, nos perdíamos en conversaciones intensas o en risas a susurros y salíamos cuando sabíamos con certeza que la Ciudad Eterna estaba durmiendo y las calles serían nuestras. Entonces paseábamos en silencio, siempre hacia el mismo sitio, y nos sentábamos al borde de la fuente que me había visto derrumbarme ante las lágrimas y reconstruirme cuando los brazos de Alan recogieron todos mis trozos y los pegaron de nuevo. Y cuando volvíamos, con el sol haciendo su aparición estelar en el cielo, nos acurrucábamos en la cama de Alan y dormíamos hasta que Leo o Alessandro nos despertaban para comer.

Es increíble lo rápido que nos acostumbramos a lo bueno, a sentirnos bien. Y es que ahora me sentía incapaz de dormir en otra cama que no fuera la suya, con sus brazos rodeándome y su respiración acompasando la mía. Las pocas veces que había intentado dormir en mi cama, sola, preocupada por el hecho de que su calor por las noches no me acompañaría siempre, me sentía extraña, diferente. Como si dos gotas resbalando por el cristal de forma paralela se juntaran de golpe para convertirse en una sola, y ya no pudieran separarse cuando quisieran. Entonces supe que, a pesar de que había intentado resistirme, sentir con cuidado, con precaución; no había funcionado, porque nuestras almas se habían vuelto a enredar, si es que alguna vez llegaron a separarse.

Pero, ¿qué puedo decir? Me había acostumbrado a su piel fundiéndose con la mía al amanecer, a leer sus ojos nada más me despertaba, a percibir su calor cuando me sentía fría.

En el momento exacto en que me abrazó delante de la fuente, supe que no podía preocuparme más por el futuro si así me estaba perdiendo el presente. Un presente a su lado. Así que me propuse dejar de hacerlo, decidí que ya no me importaba lo que pasara después. Que había que vivir el momento. Y que las consecuencias, el dolor que me causaría marcharme, era tan inevitable que no valía la pena comerse la cabeza por algo que no se podía solucionar. Ahora me tocaba vivir, y pensaba hacerlo bien.

Hoy habíamos quedado para comer con todos en el apartamento de Alan. Tenía muchas ganas de que llegara este día porque no había visto a Chiara desde que nos marchamos a Lecce, y, aunque parezca raro, la echaba de menos. En el poco tiempo que hacía que la conocía se había vuelto una buena amiga y confidente, y tenía ganas de percibir su alegría y recibir uno de sus abrazos.

Llamaron al timbre mientras Alessandro y yo estábamos poniendo la mesa y Alan cocinando, así que Leo fue a abrir. Antes de que desapareciera por el pasillo, percibí un brillo especial en sus ojos que casi confirmaba mis sospechas, y es que, desde que conocí a los italianos, tuve la fuerte sensación de que Leo y Chiara se gustaban. No paraban de molestarse durante todo el día y a veces parecía que hasta se caían mal, pero no hacía falta un doctorado para darte cuenta de las miradas furtivas que se lanzaban cuando el otro no era consciente. Compartí mis sospechas con Alan y él se calló de golpe y me cambió de tema al instante, y tampoco había que ser un detective para darse cuenta de que lo más probable era que Leo le hubiera contado algo al respecto y Alan se había callado para guardarle el secreto a su amigo. Así que cada día albergaba menos dudas sobre sus sentimientos, pero me había propuesto hablarlo antes con Chiara.

Escuché la voz aguda de mi amiga antes de que Leo abriera la puerta y sonreí ampliamente mientras acababa de poner las servilletas en su sitio. Como ya había terminado, me giré para recibir a la invitada, pero mi sonrisa se convirtió en una mueca llena de decepción cuando vi que no venía sola. Odetta estaba con ella.

Las consecuencias de un nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora