CAPÍTULO 1

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Érase una vez, un chico con el corazón de cuerda.

Un muñeco de madera con ruedas de metal en su interior. Tocaba el piano en una enorme mansión que coronaba las grandes montañas del norte y sus melodías pintaban historias en cada pared. Las aventuras de un espíritu valiente sin cuerdas que lo ataran a ninguna vida, que corría por un bosque de mil colores, bajo la infinidad desconocida de estrellas que guardaban los secretos de la noche, beso de luna de llena escondido en un corazón lleno de amores.

Cuando aquellas teclas cantaban, parecía acariciar la música con sus propias manos, y tocaba el piano a ciegas, pues sus dedos reconocían su tacto desde que sus manos aprendieron a mirar por él. Y aunque sus canciones eran alegres y una tibia sonrisa se dibujaba en su rostro cuando las tocaba, aquel muñeco de corazón de cuerda, no era feliz.

Sus ojos eran grises, tan grises como el invierno, de pocas palabras y gesto serio. El muñeco quería tocar y tocar hasta que sus dulces melodías le llevaran lejos, allá donde soñaba estar, en esos parajes de ensueño donde era libre y no había ataduras que le obligasen a respirar. Pero las sombras que se retorcían en los rincones de aquella casa no le dejaban pronunciar palabra al respecto.

Y el chico del corazón de cuerda debía callar y esconder su voz al mundo mientras sonreía con el alma vacía y fingía ser el muchacho al que todos veían cuando pasaban por los grandes salones de la mansión en la cumbre de las montañas. Grandes carros llegaban a sus puertas y gente vestida con gran elegancia paseaba por sus jardines, festejaba el tiempo, la salud, el dinero... Y entre ruidos estridentes y los cuchicheos frecuentados, los invitados hacían un círculo en torno al gran piano para escuchar las prodigiosas melodías del muñeco del corazón de cuerda.

Un milagro de los cielos.

Un genio musical.

Un joven apuesto, educado y con dinero; un joven perfecto.

Pero él quería dejar de ser una marioneta.

Él solo quería ser él.

Pero importantes nombres pasaban muchas veces por su casa y hacían tratos con su padre, firmaban por grandes negocios y compraban y vendían y brindaban... Todo gracias a que venían a verlo a él.

Y es que no había nadie que no conociera a Eriksson Norlen, el portento del piano. Y verlo en directo era un lujo imprescindible para aquellos que se consideraban melómanos.

Así que, día tras día, se sentaba al piano a interpretar sus partituras, viejas y arrugadas, otras tantas nuevas y con un reciente olor a tinta. Y se mecía con su música perfectamente acompasada con los engranajes de su cuerpo de marioneta. Pues esa era su obligación.

En realidad, su vida estaba llena de obligaciones que no le gustaban. Llena de los tejemanejes de su padre, de los hilos que le movían de un lado para otro y muy, muy falta de otras cosas: calor, amor, un corazón que no fuera de metal...

Su madre cayó enferma cuando era pequeño y pasaba los días en su habitación, tejiendo, leyendo, escuchando de lejos las canciones de su hijo. Y su padre le sorprendía cuando más tranquilo estaba, le ponía una mano en la parte de atrás del cuello y le empujaba para llevárselo a otro sitio. Le enseñaba su negocio, le obligaba a mirar, a atender, a escuchar cada palabra que hablaba con sus socios. Y, de nuevo, cuando la reunión terminaba, con un dedo el señor Norlen señalaba el piano y el joven se sentaba en silencio, de vuelta a sus bosques, a sus partituras y sus notas interminables.

Interminables... hasta que le obligaban a terminarlas.

—Deberías empezar a buscar esposa, Eriksson. —Le dijo un día su padre.

Niels y los Gigantes Dormidos 🍃 | PRÓXIMAMENTE COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora