Capítulo 22

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Gato se sentía nervioso y no sabía la razón. Por un lado, era como un sueño, poder ver a su madre después de tanto tiempo. Por el otro, quería que algo pasara en el viaje para retrasar su llegada al orfanato.

Su inquietud no se debía a sus acompañantes. Imelda ya conocía a Kitty y la adoraba, además de haber dado su bendición por escrito para su boda y Perrito...era imposible que no le callera bien a alguien, más si se trataba de la dueña de un hogar para niños abandonados.

-Estamos a unos minutos de llegar- informó su esposa, que conocía el camino casi tan bien como él. No supo si las mariposas en su estómago eran por emoción o nervios.

Perrito se terminó su sándwich y empezó a hablar.

-¿Hay muchos niños?- preguntó.

-Siempre han habido bastantes, supongo que seguirá igual.

-¿Y podré jugar con ellos?

-¡Por supuesto!- Gato tomó nota mental de comprobar que ninguno de los niños fuera un segundo Pepito.

Cuando llegaron a la entrada del pueblo, los recuerdos asaltaron a los felinos. Allí habían reconocido su amor y decidido seguir juntos por primera vez.

El anaranjado también recordó tas las tardes cuando iba con su hermano a soñar con el futuro.

Su cara expresaba sentimientos tan contradictorios que preocupó a la otra felina.

-¿Estas bien, mi amor?- el atigrado se sintió feliz de que le dijera "mi amor" pero no quería expresarle lo que sentía.

-Si, estoy genial, mejor que nunca.

-Pero te ves preocupado. ¿Que te pasa?

-Bueno, yo...es que ha pasado ya mucho tiempo desde que ví a mi madre por última vez y ahora llego...

-¿Es por nosotros?- intervino Perrito, quien había estado ocupado mirándolo todo, pero al escuchar los problemas de su amigo se había unido a su charla.

-No, no, estoy seguro que mi madre estará feliz de conocerlos.

-¿Entonces que pasa?- la voz de la blanquinegra era comprensiva pero sin dejar lugar a evasiones del tema.

-Es que...he cambiado mucho, soy muy diferente que la anterior vez que vine aquí.

-¿En serio? ¿Crees que tu madre te va querer menos ahora, que eres mejor, que antes, cuando eras un arrogante?- la bicolor hizo una mueca de escepticismo.

-Gracias por los halagos- le contestó sarcástico.

-Tranquilo- trató de reconfortarlo- ya verás que todo será solo una preocupación boba. Y a propósito, ya estamos aquí.

Efectivamente, estaban en la puerta del orfanato de San Ricardo, regentado por Imelda.

Gato se acercó a tocar la puerta, Kitty le apretó la mano y Perrito le sonrió. En momentos así no sabía cómo había logrado vivir sin ellos.

-¡Ya voy!- escucharon decir a una amable voz femenina y unos pasos se acercaron. La puerta se abrió y apareció Imelda, con expresión tan dulce como cuando Gato la conoció hace tantos años.

El tiempo no había pasado por ella, porque su rostro estaba sin arrugas, seguía teniendo el mismo estilo de vestido, impecablemente limpio, su pelo negro y sin ninguna cana y su expresión cálida y amoroso.

-¡Mi pequeño!- exclamó, y se arrodilló a abrazar a su hijo, que le devolvió el abrazo con lágrimas en los ojos.

-Lamento no haber venido en tanto tiempo, mamá- murmuró cuando se soltaron.

-Pero estás aquí y eso es lo importante. No sabes cuánto te extrañe.

-Y yo a ti.

-¡Kitty, que alegría volver a verte! Y más ahora que puedo llamarte hija.

-Lo mismo dijo- sonrió la ojiazul.

-¿Y tú eres...?- preguntó con dulzura a Perrito.

-Soy Perrito, el mejor amigo de Gato y su...

-¡Dejémoslo ahí!- saltó el de las botas, pues no quería que su madre se enterará de lo de "perro de terapia".

-Pero pasen, pasen. Deben estar hambrientos, ¿Quieren un gazpacho? He preparado uno hace poco.

Todos rieron, y los felinos recordaron una de las cosas que más les gustaba de visitar a Imelda.

Tomaron gazpacho recién hecho, y el espadachín cayó en cuenta de lo estúpidas que habían sido sus preocupaciones. Ese había sido su hogar por muchos años y donde seguía viviendo su madre. Allí se sentía a salvo.

-¿Donde estan los niños?- preguntó Perrito luego de un rato. No podía contenerse más.

-Han salido ha jugar, cuando vaya a recogerlos puedes conocerlos- le explicó la mujer.

-Okey- dijo feliz.

-Y deberían ir a hablar con el nuevo comandante. Les irá bien, estoy segura, pero deben ir- los miró con severidad por un momento, recordando que todos sus invitados eran una banda criminal.

-Por supuesto, iremos hoy mismo- le prometió su nuera.

Más tarde, cuando Imelda y Perrito fueron a recoger a los niños, Gato y Kitty fueron a la comisaría.

Estaba casi vacía, solo la secretaria, que era una antigua admiradora de Gato y los dejó entrar sin problemas.

El comandante los recibió inmediatamente, y se puso a balbucear de asombro.

-Ga-Gato con Bo-Botas.

-Si, soy yo, señor comandante- hizo una venía con su sombrero.

-Y Kitty Patitas Suaves.

-Efectivamente.

-Es-es un honor conocerlos a ambos.

Ahora fueron los gatos quienes quedaron asombrados.

-No pongan esa cara- les sonrió el comandante- son mis dos héroes favoritos, toda la vida soñé con conocerlos. Por eso vine a trabajar a San Ricardo, con la esperanza de que vinieran algún día. Y hoy mi sueño se ha hecho realidad.

-Bueno...¿Gracias?- dijo Kitty.

Se pasaron un buen rato charlando y bebiendo (el comandante, vino y los gatos, leche) y el hombre les aseguro que no eran forajidos ahí.

-El antiguo inconveniente del banco de San Ricardo quedó saldado con los huevos de oro- aseguró.

Más tarde volvieron con Imelda y Perrito.

El can había hecho muchos amigos y estaba muy feliz allí.

Los días en San Ricardo fueron tan apacibles que lamentaron tener que irse.

El Gato con Botas: La última vida Donde viven las historias. Descúbrelo ahora