El cangrejo

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Conocí a Dani en una playa del sur, una de esas en las que la banalidad humana no ha llegado. Tras ella, los árboles y las palmeras, cuya densidad es tal que uno podría pensar que se encuentra en el centro de un mundoprimitivo, abundan. Dani, de cuerpo delgado, silueta sutil espléndida, me recuerda a las sirenas, sentadas sobre las rocas, cuyas formas desatan la pasión de los navegantes, con cuerpos que son irresistibles aún entre los hombres más castos. Su cintura, semejante a la parte estrecha de un reloj de arena; caderas, como néctar, sobresalen de ésta a manera de desliz. Su piel, morena. Tan firme que, al tacto, no lograba fundir mis dedos sobre ella. Sensualidad, similar a volcanes a un segundo de estallar. Su boca, rosa carmesí. Al menos, eso creo recordar.

Una tarde nos dirigimos por sitios inhóspitos de esa playa para perdernos sobre peñascos altísimos en cuya base las olas chocaban con violencia. Fumamos: después de eso nada podría ser igual. Vimos que el mar parecía querer llamarnos. Cada ola era un rabioso rugido que nos permitía establecer comunicación con el mar. Nos mirábamos. El tiempo desapareció. No hubo más sensación. Tan sólo me quede sentado sobre la arena viendo todo transcurrir.

Dani, con mirada estática, contó sobre su vagabundear por el mundo, nunca se refirió a lugares concretos sino más bien a situaciones particularmente especiales que habían sido significativas durante sus viajes. En una ocasión en la que se encontraba en una ciudad hostil, violenta, como la llamó. Estaba sin dinero, por lo que tuvo la necesidad de dormir en la banca de un parque. Mientras dormía, sintió una mano que recorría su cuerpo. Abrió los ojos. Era un hombre, con un traje azul, quien tocaba su cuerpo con una mano mientras con la otra sujetaba una daga con la cual estuvo a punto de rasgarle el cuello. Pero reaccionó repentinamente dándole una fuerte patada, dejándolo semidesmayado. Aprovechó ese instante para tomar sus cosas y correr, correr, correr, correr...

Relató, también, sobre otro éxodo, en otra ciudad, en la cual cambió el modo de ver la vida. Según dijo, todo ocurrió de forma inesperada, al pasear sobre una banqueta, entre el ruido citadino. La gente pasaba al alrededor, muy de prisa, los autos y los camiones hacían ruido con los motores, cláxones y rechinidos de balatas entre edificios que parecían sin vida. Dani tuvo la impresión de que algo no marchaba bien en su interior, en su mundo. Continuó contemplando. La gente caminaba hipnóticamente, parecía seguir los mismos pasos, en el mismo lugar, día con día, al verse guiada por artefactos que controlaban su cotidianeidad: el semáforo, relojes, el teléfono celular, aún al conducir autos o bicicletas. Daba la impresión de máquinas humanas previamente programadas atadas a todo aquello que los mantenía inmersos a todo, excepto a ellos mismos. La escena se contemplaba deshumanizante. Sintió escalofrío al observarlo. Desde entonces tomó la decisión de mantenerse aparte de todo aquello, vivir al margen. No tenía caso seguir el mismo destino. Sintió que continuar vagando por el mundo era todo lo que le quedaba, sin importar las consecuencias que ello implicara.

De sus labios supe que todo comenzó en un viaje que realizó desde alguna tierra lejana del mundo en donde gastó todo su dinero. Inclusive, perdió el pasaje de regreso. Llamó a su padre y le dijo que no se preocupara más, que no volvería, que no sería más la misma persona... Sus transformaciones eran constantes.

Fue así como continuamos la embriaguez que llevaba unos ¿minutos?, ¿días?, ¿horas? Por un momento, no distinguí si lo que me contaba era parte de nuestro viaje, ni si en realidad había vivido todo aquello. Eso no importaba. Importaba continuar ahí. Despojarse de todo en el momento adecuado. Sentir los rayos del sol penetrar por toda la superficie de la piel. Estar ahí. No dejarnos caer.

Sobre el peñasco, dejó caer sus ropas al agua. Entre el ir y venir de las olas me desnudé también. Nos tocamos. La sensación de palpar su cuerpo e inversamente, era como sentir la electricidad concupiscente, hedonista, que recorría nuestros cuerpos formando nuevas conexiones entre nosotros. Lamí su cuerpo salado por la brisa. Su placer lo compartía conmigo. Sus sensaciones las conducía hacia mí por medio de electricidad estática, sexualizada, llena de plasticidad. Mis manos llegaban hasta los puntos más erógenos de su piel. No había prisa. Esto duraría el tiempo ¿destiempo? Suficiente para recorrer el camino laberíntico de un orgasmo. Transité cada espacio, cada rincón de su cuerpo. Mi lengua lo abarcó. Cada parte tenía un sabor distinto. Sus labios, tenían una textura aterciopelada. Era una sensación de descargas eléctricas que se multiplicaba cien, mil veces. Era como si aquella sensación de electricidad pudiera hacerse líquida y pudiéramos embadurnarla sobre nuestros cuerpos. Se dobló y torció sobre su propio cuerpo, mientras sus ojos se perdían.

Nos quedamos contemplando el mar. Vimos que el cielo comenzaba a nublarse con rapidez y relampaguear. El estado de piedra, el estado de volatilidad, desaparecía. Iba y regresaba con las olas. Un cangrejo enorme se acercó. Dani le tendió la mano. El cangrejo subió con pasos cautelosos, se posó sobre su pecho. El cangrejo parecía hablar. Su color parecía comunicar algo. Su presencia parecía decir algo. El cangrejo dio un salto y desapareció. Me quede contemplando el horizonte. Al voltear a mi lado, Dani ya no estaba. Los relámpagos se hacían cada vez más fuertes. La lluvia comenzó a caer de forma precipitada. El poco sol que quedaba se había reducido a nada con las nubes cargadas de agua. Todo estaba en penumbra. Dani seguía sin aparecer y yo no tenía la menor idea de la hora. Quise emprender el trayecto de regreso.

La luvia arreciaba. Me apresuré. Las piedras y el agua obstaculizaban mis pies descalzos. Traté de salir de la playa, corrí para llegar a la casa donde me estaba quedando, casi el mismo tiempo que tenía de haber conocido a Dani. Aún faltaba una distancia considerable. Mis pasos se volvían cada vez más pesados. Seguí avanzando, aunque resultaba difícil. Tropecé. Mi pie se atoró en una duna de arena. Caí. Mi cabeza golpeó contra una piedra. Olí mi sangre. Me quedé retorciéndome del dolor. Estuve aturdido. El pie punzaba. Intenté arrastrarme. No lo conseguí.

Sentí como el agua caía sobre mi cuerpo desnudo, mientras las olas se aproximaban. Me agarraba de la arena para arrastrarme y alejarme de ellas. Estaba entumido por el frío. Intentaba huir. Cada vez me sentía más agotado. Dani no volvía. Me rendí y no supe más de mí.

Cuando abrí los ojos ya había amanecido. El cielo aún se encontraba nublado, pero ya no llovía. Estaba acostado boca abajo, como pude me di la vuelta y me senté sobre la arena. Miré si había gente en la playa... desierta. Sólo pude ver a un cangrejo que se aproximaba hacia mí. Parecía el mismo del día anterior en aquel peñasco. Era el mismo color, aunque no el mismo tamaño, ni los mismos ojos. Pero ¿por qué estaba otra vez conmigo? El cangrejo seguía contemplándome. Tuve curiosidad. Me sentí inquieto

Con esfuerzo, me levanté. Caminé con pasos lentos hasta llegar a casa. Todo mi cuerpo se sentía sumamente pesado. Dani, por supuesto, no estaba. Transcurrieron días. Dani parecía haberse esfumado en la nada. Nunca volvió a aparecer. Realmente no había mucho por hacer. Lo único, era intentar buscar, entonces, podría decirme lo que había ocurrido. No fue así. Los habitantes de la playa no sabían nada. Creo que pensaban que deliraba. Sólo pude pensar que había experimentado, de nuevo, una de sus transformaciones inesperadas de la que formé parte. Tal vez, simplemente quiso escapar.

Una tarde, me tiré sobre la cama, sentí caricias trepar por mi pierna hasta llegar a mi boca. Tuve una evocación retrospectiva. Me sorprendió verlo de nuevo. No hubo explicación coherente alguna. Estaba mirándome y yo a él.

Fabián Camasotz Esquivel

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⏰ Última actualización: Mar 28, 2023 ⏰

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