Capítulo 7

12 0 0
                                    

Aurora

Me desperté con el sonido de la televisión que provenía del salón. Nada más llegar de casa de Pedro, me tomé una pastilla para el dolor de cabeza y fui directa a la cama. Tenía un sabor agridulce por haberle contado mi... ¿mi problema? ¿Mi enfermedad? Esperaba otra reacción por su parte, alguna que me hiciera sentir bien. Comprendida. Fue justo lo contrario, me miró como si no supiera quién era. Esperaría esa respuesta de cualquier otra persona, pero no de Pedro. Él siempre había tenido la mente muy abierta, incluso me tomó en serio cuando le dije que podía escuchar a los animales. Una especie de Doctor Dolittle en femenino. Aunque, claro, solo teníamos ocho años y éramos tan inocentes que creíamos que recibiríamos nuestra carta de Hogwarts a los diez años.

No estaba enfadada con él, al contrario, me daba pánico pensar que había perdido a la única persona que me quedaba. ¿Y si realmente estaba loca? ¿Y si realmente no tenía ningún problema con salir a la calle? Nunca había buscado información al respecto. Prefería pensar que solo era una situación que pasaría con el paso del tiempo, pero no hizo más que incrementarse a medida que pasaban los días. Y ya no podía controlarlo.

Miré el reloj digital. Eran las cinco de la tarde. Llevaba más de seis horas durmiendo, y hubiese continuado en la cama de no ser porque me moría de hambre.

Abrí la puerta de mi habitación y caminé hasta la cocina. Mis padres estaban en el salón. Cuando llegué por la mañana, no se preocuparon por saber dónde había pasado la noche. Ni un saludo, ni una pregunta. Nada. Como si yo fuera un espíritu que rondaba por el piso. Nunca llegaría a entender cómo pasamos de estar siempre juntos a no hacer nada.

Mis padres, mi hermano Daniel y yo salíamos cada sábado por la ciudad o por los pueblos cercanos. Nos levantábamos temprano, desayunábamos en cualquier cafetería y nos sentábamos en el coche en busca de nuevas aventuras. Incluso, en algunas ocasiones, Pedro y su padre venían con nosotros. Eran buenos amigos, y se conocían desde antes de nuestro nacimiento. Y a mí me encantaba que Pedro viniera, era mi mejor amigo y me divertía con él.

Esas salidas terminaron hace mucho, tanto que no recordaba cuándo permitimos que la distancia estuviera presente en nuestra familia. Nos queríamos, pero algo ocurrió para que ahora solo fuéramos unos simples compañeros de piso.

Estaba preparando un sándwich cuando mi hermano entró por la puerta principal de casa. Justo enfrente estaba la cocina, por lo que no tuvo más remedio que mirarme. No me dijo nada, simplemente se fue hasta su habitación en silencio.

Daniel y yo estuvimos muy unidos en el pasado. No éramos uña y carne como Pedro y yo, pero a pesar de la diferencia de edad —tres años—, nos llevábamos muy bien. Yo admiraba a Daniel, lo veía como un ser superior que me protegería de cualquier adversidad y no permitiría que me sucediera nada malo. Era difícil de explicar; teníamos un vínculo indestructible, una unión inquebrantable. Era mi hermano y lo quería por encima de todo, a pesar de que las cosas hubieran cambiado entre nosotros.

Pensé en las palabras de Pedro. «Deberías contárselo a tu hermano». Quizá debería ser valiente y aceptar que tenía un problema, que no conseguía salir de casa sin ansiedad. Como si el mayor de los peligros me estuviera acechando a la vuelta de la esquina. «A lo mejor no te odian, estás tan empeñada en alejarte de los demás que no permites que nadie te ayude». ¿Y si era eso lo que había pasado con mi familia? ¿Y si los estaba alejando de mí porque no era capaz de contarles la verdad? Quizá... quizá podrían ayudarme.

Mis pies me condujeron hasta el pasillo y miré al fondo, a la puerta cerrada de mi hermano. Respiré un par de veces y caminé hasta su habitación. Respiré una última vez y la golpeé, más fuerte de lo que quería. No pasaron ni tres segundos cuando Daniel abrió y me miró con sus ojos verdes, los mismos que los míos.

Aurora: una historia sobre enfermedades mentalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora