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Los sirvientes los llamaban chinches, porque eran los más pequeños e insignificantes. Ellos mantenían la casa siempre llena de sus pequeñas risas, mientras entraban y salían de los salones a toda velocidad, o cuando se escondían en las columnas para saltar a asustar, o si se escabullian bajo las faldas hasta la cocina para robar los últimos dulces de la alacena.

El niño y la niña tenían apenas dos años de diferencia entre sí, tan similares como distintos que pese a su edad cualquiera creeria que son gemelos, cabelleras azabache que hacian constraste a la palidez de sus pieles y ojos claros, traídos a la casa de su padre para formarse y capacitarse para luego mantener el imperio del mismo.

El niño era largirucho y flaco, también orgulloso, aunque siempre sonreía, siempre que lo vieras tendría las mejillas sonrojadas. La chica era similar, no muy distinta a él, y ella lo sabía, pero ella no era él, no era un varón y muy a su pesar eso también lo sabía.

A hurtadillas entre las sombras del Gran salón, escuchando el chismorreo de la servidumbre, oyó que el ama de llaves de su padre, Annia, decía:

—Es muy frágil. Ningún niño debería lucir ese aspecto. Pálida y sin gracia, no comprendo el motivo del Señor en mantenerla,  yo se la hubiera devuelto a su madre.

—Sin nutrientes —acotó la cocinera—. No deberia seguir rondando por aquí, cualquiera con dos dedos de frente sabe que el bueno, es el señorito Haas.

Agachado a la par de la chica, el chico le susurró:

—¿Por qué no las acusas?

—Porque todo lo que diga me jugará en contra.

—A mí no me gustaría que hablen de mí así, a ti tampoco, ¿qué más da si se enojan? Te estabas defendiendo.

—Tú no entiendes. No soy tú, no puedo hacer lo que a ti se te permite.

Volvieron a parar las orejas en dirección de la conversación ajena. Un momento después, el chico nuevamente le susurró:

—No eres débil..., y no creo que seas pálida, y si lo eres, ¿qué más da? Yo también.

—¡Shhh! —siseó ella.

Pero, oculta por las profundas sombras, sonrió.

En temporada de estudios, soportaban largas horas de actividades seguidas de horas aún más largas de clases en aulas grandes pero que, sin ánimo de estar ahi, sentian sofocantes.

Cuando sus foquillos de atención se fundían, se escapaban al bosque tras la casa para trapar árboles y buscar madrigueras de conejos, o pasaban horas tumbados entre las flores, observando las nubes mientras les daban nombres o buscabandoles formas.

En los frios inviernos, el padre se marchaba a su otra casa en la provincia vecina, y preferían quedarse dentro, donde la casa los resguardaba del frio y se sentaban junto a la chimenea a jugar a las cartas, dibujar o simplemente beber té.

Aburridos y atrapados en el interior, los niños ahora un poco más grandes huían de Annie que les trataba de imponer una buena etiqueta, se escondían entre habitaciones vacias de la propiedad y los pasillos, preparando trampas para evitarla lo más posible y tratando de mantener el calor.

Pero en una primavera, los hermanos fueron separados, ya no era bien visto que siguieran juntos.

—Señorita Haas, su padre me pidió con mucho rigor que al llegar a esta etapa de su vida... usted, como dama, comience a portase como una.

Y en efecto, Annie puso todo en marcha para que la señorita se convirtiera en dama.

Pero hubo un error.

Lo malo de no comprobar que las cosas se hagan como tú lo ordenaste..., es que muy seguramente no se hagan como tu lo ordenaste.

Se suponía que la señorita Haas iría a un internado para damiselas mientras que su hermano sería educado por unos años más en la casa para luego ir a un internado especial para él. El día de la chica llegó, un carruaje se presentó en la entrada de la casa del Señor y ella lo abordó tras que el cochero consultara por su apellido:

—¿Haas?

—Haas—, confirmó simple.

Y emprendieron viaje. Horas más tarde se presentó otro carruaje. La ama de llaves, extrañada, salió a ver.

—Disculpe, buen mozo, se puede saber ¿a qué se debe su presencia?

El hombre, muy amable, respondió:

—Vengo de tierras lejanas en busca de la señorita Zaria Haas, del Internado para Damiselas Whitney.

Pasó todo muy rápido, en cuestión de segundos Annie se dio cuenta del problema. Si este es el carruaje correspondiente a Zaria, en qué carruaje se fue ella.

Nadie tuvo respuesta alguna, buscaron y buscaron, ni con todos los contactos importantes de su padre lograron tan siquiera saber algo de ella. Se fue y tan simple como eso solo tuvieron que seguir con sus vidas, sin nada que hacer por ella, no podían permitirse darse el lujo de dejar la educación del señorito Haas de lado, él era la prioridad y, ahora sin Zaria presente, la única en realidad.

Pasaron los años, el ñino ahora era un hombre, estaba puliendo sus ataques con la espada cuando Annie lo interrumpió.

—¡...Valentino, señor Valentino!

Agitada llegó a su par y lentamente dejó de practicar en lo que la señora Annie se recomponia. Su estado físico le estaba pasando factura.

—Está aquí. Volvió.

No necesito ni que especificara quién, corrió como si su vida dependiera de ello y ni bien entró al Gran salón, la vió. Ambos crecieron, estaban distintos, ya no lucían como gemelos, los rasgos seguían ahí pero ya no eran el espejo del otro. Sin dejar que eso lo detuviera, la envolvió en brazos con la misma efusividad con la que lo hacían cuando niños.

Ni preguntaron ni ella tuvo la intención de contar algo, simplemente retomaron todo como si nada hubiese pasado.

Estaban juntos y eso era lo importante, sanos y salvos.

Y nadie cambiaría eso devuelta.

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⏰ Última actualización: Jul 22, 2023 ⏰

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Oscuridad de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora