Bien por los niños que creen en las hadas. Son ellos los que pueden verlas. Ellas saben cuándo son bienvenidas en los corazones y cuándo no. ¿Pero quién dijo que los que no son niños no pueden creer en aquellas criaturas? Si alguien lo dijo ha cometido un error grandísimo porque yo creo en las hadas. Y si eso no es suficiente, Roland Griffin creía en las hadas. Él no era un niño, era un muchacho en plena juventud. Estaba en esa edad en la que los cuentos parecen tontos, pero a Roland aquello no le parecía nada tonto. Así, teniendo fé, conoció a un hada.
Era un día difícil para Roland. Su madre había recibido una carta en la que le informaban sobre la muerte de su padre en la guerra. Y como si fuera poco, la mujer de la que estaba enamorado se había comprometido. Al enterarse de las desafortunadas noticias decidió ir a dónde solía pasar el tiempo con sus dibujos, pero no para dibujar esta vez, sino para ahogar sus penas. Le dijo como excusa a su madre que iría a buscar inspiración en el bosque, aunque jamás pensó que de verdad la encontraría. Y qué bueno que había llevado unas cuantas hojas y un lápiz porque lo que dibujaría ese día no sería nada parecido a sus otros bocetos, sería arte repleto de pura magia.Cuando llegó tiró las hojas y el lápiz a un lado en la orilla del lago y se sentó abrazando sus rodillas. No hacía más que observar el agua y en ocasiones llorar a cantaros al ver en su reflejo la imagen de su padre, pues Roland era su versión más joven. Ojos avellanas, nariz respingada, cabello castaño y con ondas, eran idénticos.
Luego recordó a la muchacha que no lo amaba y buscó entre las hojas amarillentas sus dibujos. Los apreciaba uno por uno y después los tiraba al agua con todo el rencor que años atrás fue amor. Los dibujos eran llevados por la suave corriente y él los veía alejarse hasta perderlos de vista. Sin embargo, cuando el último de ellos estaba ya muy alejado, en lugar de desaparecer fue tomado por alguien que se escondía entre grandes arbustos.
—¿Quién está ahí? —preguntó intentando ocultar la vergüenza, pues alguien lo había escuchado chillar como un niño. Aunque nadie le respondió—. Deja de esconderte, ya te he visto.
—No, no me has visto —una voz femenina le respondió, más su dueña no se mostró.
—Puedes salir, no voy a hacerte daño —limpió el rastro de sus lágrimas y se puso de pie.
—¿Por qué llorabas? —le preguntó sin salir de su escondite.
—Eso no importa —buscó con su ojos un movimiento de los arbustos para ver en dónde exactamente estaba la dueña de aquella voz, pero no consiguió nada.
—La chica de tu dibujo es bonita, ¿es tu prometida?
—No —tragó grueso y caminó siguiendo la voz que curiosamente le hablaba.
—Pero creías que lo sería, aquí dice "para mi futura esposa" —se escuchó el sonido de la hoja como si la chica la estuviera moviendo.
—Deja eso —dijo estando más cerca de ella aunque sin poder verla.
—¡No te acerques! —pidió con temor.
—No voy a hacerte daño —insistió.
—Sé que no lo harás, pero vas a temerme.
—No, lo prometo.
—¿Por tus alas?
Arrugó las cejas por el extraño juramento. No quería hacerlo en vano, él no tenía alas.
—Por mi corazón —dijo decidido.
A decir verdad los arbustos no eran tan altos, por ello parecía imposible que alguien estuviera escondido allí. Pero Roland creía en lo imposible. Y cuando vió salir de los arbustos a una muchacha de baja estatura y con alas pequeñas en las espalda no se exaltó, pero sí se sorprendió. Sus ojos de color rosado fueron lo que más le había llamado la atención. Su cabello castaño era normal, pero su peinado decorado con mariposas que movían sus alas no era nada normal. Sus orejas puntiagudas hacían movimientos rápidos cada ciertos segundos. Y su piel clara parecía tener un leve tono rosado.
—¿No temes? —cuestionó con su voz armoniosa sin dejar de ver sus ojos de color tan usual que para ella eran tan exóticos.
—No —le sonrió.
Al oírlo ella también sonrió y cuando lo hizo las mariposas en su cabello aletearon con más rapidez y las flores que antes se habían marchitado por el invierno que hacía poco se había ido florecieron más hermosas que nunca.
Y Roland se enamoró de su sonrisa.
—Es la primera vez que un humano no me teme.
—Pero eres tan... mágica —intentó entender a los de su especie pero no podía, ella era lo más inefable que había visto—. ¿Y eres un... ?
—Un hada —completó por él.
—Sabía que existían —dijo en un susurro más para sí mismo.
—¿Cuál es tu nombre?
—Roland, Roland Griffin.
—¿Ronald? —intentó pronunciarlo bien aunque aquel nombre no le resultaba común.
—Roland —corrigió con una sonrisa.
—¿Y tu talento?
—Uhmm ¿dibujar? —respondió un poco confundido—. ¿A qué te refieres?
—A tu talento, ¿no llevas tu talento con tu nombre? —era ella la que lucía confundida.
—Creo que no —rió, observó su vestido de color salmón que apenas le llegaba a la rodilla, tenía también flores (dientes de león) como decoración—. No me has dicho tu nombre.
—Shae de la Bella Primavera —cruzó uno de sus pies e hizo una pequeña reverencia.
—¿Entonces tu talento es traer la primavera? —ella asintió con una sonrisita—. Pero hace poco terminó el invierno...
—Si, me equivoqué de lugar, voy a Sherwood.
—¿Ya tienes que irte? —su voz tenía un dejo de desánimo, el hada le había alegrado el día.
—Puedo quedarme, la Reina no se molestará, estoy segura —habló como si tomara una decisión que no afectaría a nada, sin saber que sería la decisión que cambiaría su vida.
Desde ese día Shae no regresó dónde sus hermanas, ella se quedó en Tierra Firme y tiempo después se convirtió en Shae Griffin.
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Cuando un hada ríe ✓
Fantasía¿Sabes lo que sucede cuando un bebé ríe? Seguro que sí. Un hada viene al mundo. ¿Pero sabes lo que sucede cuando un hada ríe? Seguro que no. La primavera florece aunque sea invierno. Y el corazón del humano que la vea o la escuche... bueno... ¿quier...