Encrucijada

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Desde hace un tiempo, mi vida cambió para siempre. Y para bien. Toda mi vida había vivido en un pueblo de mala muerte del interior de Argentina cuya cantidad de habitantes apenas superaba las cien personas. La miseria era el aire que respiraba. El olor a cloaca era moneda corriente en las calles y las viviendas databan del siglo XIX.

Mi papá se dedicó toda su vida a los negocios y siempre fue de riesgos tomar. Le encantaba emprender y ver hasta dónde podía llegar con sus emprendimientos. Después de tanto tiempo de emprendimientos fracasados, por fin dio con uno que lo catapultó al éxito.

Sin embargo, al vivir él en una ciudad tan insegura como Rosario, su comercio estaba diariamente expuesto a los asaltos, y también a los saqueos. Desde que prosperó su negocio, hasta que se fue, lo asaltaron como mínimo, diez veces. Los vecinos decían que estaban acostumbrados a convivir con estos problemas, pero mi viejo no iba a resignarse a ello. Puso en venta su casa y todo lo que tenía y buscó un lugar donde radicarse que le permitiera vivir seguro y en paz.

Así fue que dio con No Me Olvides, un pueblito que contaba con pocos habitantes y no había inseguridad. Efectivamente, eso era cierto. La tranquilidad reinaba en ese lugar. La gente salía todos los días a tomar mate a la vereda, estacionaban su auto en la vereda, e incluso a veces no le ponían llave a la puerta de su casa. Era el paraíso soñado para él y su familia. Allí nací yo, Matías, y me crié junto a mis viejos como hijo único. Hice mis estudios primarios y secundarios en el pueblo y, entre todos, tejimos excelentes relaciones personales y profesionales.

Pero un día, las cosas cambiaron. Hubo elecciones y ganó la intendencia del pueblo un señor completamente desconocido, al menos hasta antes de ser electo. Lo cierto es que, desde que este señor asumió el cargo, el pueblo se vino abajo. Las casas se derrumbaban, los asfaltos estaban desarreglados y a la gente le costaba cada vez más llegar a fin de mes. Ante los reclamos, el intendente miraba para otro lado. Cuando alguien le golpeaba la puerta a su oficina para hacer el reclamo correspondiente, no respondía al llamado. Incluso algunos pensaban que no iba nunca a su oficina y estaba todo el día en su casa.

Mi familia tardó bastante en sentir la factura de la situación. Durante un tiempo considerable, el sueldo nos siguió alcanzando para poder darnos gustos y estar tranquilos. A medida que fue pasando el tiempo nuestro poder adquisitivo era cada vez menor. Además, notamos un deterioro importante en el pueblo: calles desarregladas, olor a cloaca en las calles y la gente copaba cada vez menos las veredas.

Después de pensarlo y repensarlo, tomamos la decisión de que me tenía que ir porque la cosa iba para peor. Una vida y un futuro en ese lugar no era posible para mí. Así fue que emprendí un nuevo rumbo en mi vida. Partí desde el Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini con destino a la ciudad de Londres, una de las ciudades más bellas del mundo.

Desde ese momento me encuentro aquí: lugares y paisajes que parecen sacados de un cuento, la fascinante torre del Big Ben con ese reloj gigante que es un ícono de la cultura británica y que hace apariciones en series y películas. La cultura es de las mejores del mundo y la educación ha sido formadora de algunos de los mejores intelectuales.

Hoy me encuentro aquí, de vuelta a casa en el Metro, luego de una jornada de trabajo muy dura. La libertad financiera que se respira aquí no tiene igual. Puedo darme todos los gustos que nunca pude darme en Argentina. Estabilidad, comida deliciosa, paseos y demás. Pero, como no todo es color rosa, hoy me siento distinto. Mientras estoy viajando en el Metro de Londres se me vienen a la cabeza los recuerdos más bonitos que me llevo conmigo de mi Argentina natal. Extraño los ricos asados que se comen allá, cosa que aquí no existe al igual que el mate. No he hecho tantas amistades aquí. Además, nunca supe defenderme con el inglés.

Estoy de regreso a mi departamento y me aturden las voces de la gente que hacen del aire un murmullo constante, cosa que en los medios de transporte argentino no ocurría jamás. Comunicarme con alguien cuando necesito ayuda es como trepar el Monte Everest. Estoy desesperado.

No quiero volver a sufrir la miseria de la Argentina, pero me encuentro demasiado sólo aquí. Extraño a mi familia y mis amistades de allá. Mientras viajo, miro la nada y se deslizan por mi rostro algunas lágrimas. La presión en el pecho no me deja respirar. Cuando tomé la decisión de venir a Londres debí dejar a la mujer que amaba, además de no volver a tener ningún tipo de contacto con ella, a quien también extraño y quisiera ver.

Nunca pensé que tendría tantas emociones encontradas al mismo tiempo. Creí que sería feliz aquí y que no iba a desear volver a pisar suelo argentino en mi vida, pero debo tomar una decisión antes de que mi cuerpo pague los platos rotos y sea demasiado tarde.

Cinco cuentos en cinco díasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora