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Fiel a su palabra, el tal Steve seguía ahí cuando Peter, todavía usando su pijama, entró a la cocina a la mañana siguiente. Estaba parado frente a la estufa, y el aire estaba impregnado del persistente aroma de la fiesta de la noche anterior y de huevos revueltos. Un pequeño ceño fruncido apareció en la frente, igualmente pequeña, de Peter.

—Buenos días, campeón.

Peter se volteó. Su papá estaba sentado junto al mostrador del desayuno, con el periódico extendido ante él y una taza de café en sus manos. Estaba sonriendo.

—¿Dormiste bien?

Peter corrió hacia él, tirándose a su regazo y se acurrucó más cerca.

—Oye, cálmate, arañita —dijo su padre—. ¿Qué pasa? ¿Un mal sueño?

Peter negó con la cabeza. Levantó la vista cuando escuchó que alguien ponía los platos enfrente de Tony. Huevos, tocino, panqueques y unas uvas habían sido puestos en cada plato.

—Buenos días, Peter —dijo Steve, sonriendo—. Tu papá dijo que te gustan los panqueques, ¿es eso cierto?

Era cierto, pero Peter no quería admitirlo. El celestial aroma del desayuno hizo que se le hiciera agua la boca, y el estómago de Peter rugió fuertemente. Steve debió escucharlo, porque su sonrisa se hizo más grande. Tiró de la camisa de su papá para que se inclinara más cerca, y, poniendo sus manos alrededor de su boca, Peter le susurró al oído—: ¿Ahora vive acá?  

Vio a Tony ver a Steve, y seguramente habían desarrollado algún tipo de lenguaje no verbal secreto, porque Steve se regresó a la estufa, silbando fuertemente. Tony imitó a Peter.

—No, Peter, no vive aquí —susurró tranquilizadoramente—. Solo se quedó esta noche porque me ayudó a limpiar después de la fiesta. Habría sido muy grosero echarlo en la oscuridad de la noche, ¿no crees?

Peter lo consideró por un momento. Ya era muy tarde cuando se fue a la cama la noche anterior. ¿Tal vez Steve le tenía miedo a la oscuridad? Lo consideró un momento antes de asentir—: Está bien, papá —susurró de regreso.

Su papá sonrió y jaló otra silla para Peter. A regañadientes, el pequeño se subió a la silla y aceptó el desayuno que Steve había preparado para él. Olisqueó los huevos con desconfianza, pero tenía que admitir que olían delicioso; para nada como la versión ligeramente quemada que su papá siempre preparaba. Cautelosamente, tomó el primer bocado.

Y, en segundos, su plato estaba medio vacío.

—Tranquilo, arañita —rió su papá—. Te vas a ahogar si lo sigues comiendo así.

—Pero eshtá muy bueño. —logró decir Peter entre cucharadas de huevo y tocino.

Esta vez fue Steve quien rió mientras se sentaba frente a él—. Me alegra —dijo mientras ahogaba su propio pastel en miel de maple—. Es la receta de mi mamá —se acercó más a Peter y susurró—. Es el secreto de familia.

Peter lo vio con ojos entrecerrados, la curiosidad en su punto más alto. Vio a su papá, quien tenía los ojos fijos en el periódico y leía un artículo sobre un político que Peter no conocía—. ¿Una receta secreta?

Los ojos de Steve parecieron brillar cuando vio a Peter y se inclinó para decirle el ingrediente secreto. El sol naciente brillaba a través de las cortinas de la cocina, la radio sonaba suavemente de fondo, y, de alguna manera, Peter no pudo deshacerse de la idea de que en el futuro le iba a ser difícil sentir aversión por este tal Steve. 

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A pesar de lo que su papá le había asegurado, Peter veía bastante a Steve. Los días se volvieron semanas, y las semanas en meses. El verano vino y se fue, y el otoño llegó acompañado de viento y lluvia.

Sobre fuertes de mantas y zapatillas deportivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora