CAPITULO 34

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Ricardo caminaba con paso lento y cansado por el polvoriento campamento de caravanas en medio del abrasador desierto.

El sol ardía en lo alto del cielo como una bola de fuego, derramando una luz cegadora sobre el campamento de caravanas.

El aire era denso y opresivo, una mezcla de calor y polvo que se movía en un soporífico viento caliente. Cada bocanada de aire parecía quemar los pulmones, y la ropa se pegaba al cuerpo con el sudor. Ricardo podía sentir el sol abrasándole la piel, y aunque siempre buscaba hidratarse, la sensación de sed y de tener la boca reseca parecía ser casi constante. El clima hostil del desierto era inmisericorde, sin dar tregua a nadie que se aventurara a pisar sus dominios.

A su alrededor, la vista era desoladora: remolques y caravanas de todo tipo se alineaban, algunas tan destartaladas que parecían estar a punto de desmoronarse, mientras que otras, con una apariencia más sólida, estaban decoradas con objetos personales y daban la sensación de ser hogares permanentes.

Las caravanas más modestas eran poco más que armazones oxidados con ruedas, cubiertos con capas de polvo y arena que parecían haberse fusionado con el metal.

Los techos de lona rasgada se inclinaban peligrosamente hacia un lado, y las puertas chirriaban cuando se abrían, como si protestaran por su antigüedad. Sin embargo, a pesar de su apariencia descuidada, estas caravanas eran hogar para sus ocupantes, que se aferraban a ellas como a un refugio en medio de la hostilidad del desierto.

Por otro lado, las caravanas más elaboradas y decoradas eran un verdadero espectáculo para la vista.

Algunas estaban pintadas con vivos colores, y habían sido adornadas con plantas en macetas y sillas de jardín que les daban un aspecto acogedor.

Otras tenían esculturas hechas de chatarra, y faroles colgando de los techos que brillaban con una luz cálida cuando la noche caía. Los que habían decidido instalarse allí de manera indeterminada habían hecho su hogar en estas caravanas, y los detalles y objetos personales que habían añadido le daban un toque único y especial a cada una de ellas.

Recordaba la caravana de Keitha, la sacerdotisa vudú. La cual tenía toda la pinta de ser una obra de arte en sí misma. Había sido pintada en tonos vibrantes de azul y morado, con detalles en dorado que brillaban bajo el sol abrasador del desierto. Ricardo ya había ido varias veces, y siempre se quedaba mirando el adorno de la puerta principal. Se trataba de un símbolo místico grabado, hecho con ramas de cactus secas y pintado en blanco.

Pudo verlo desde la distancia ahora mismo, pero aunque siempre era interesante visitar a la mujer vudú, su mente ahora mismo tenía otras preocupaciones que atender.

Continuó por un sendero empedrado que marcaba una suerte de camino en medio del asentamiento. El olor en el aire era de tierra seca y polvo, mezclado con el humo de las fogatas que algunos residentes habían encendido para cocinar. Por increíble que pareciera, a la gran mayoría les encantaba cocinar fuera de sus hogares y eso se hacía notar con el festín de olores que la nariz de Ricardo era capaz de captar en su paseo.

Definitivamente, Olympia era un sitio repleto de contrastes llamativos.

Mientras el sol seguía golpeando con fuerza, él se detuvo a contemplar todo a su alrededor. Era como si hubiera encontrado un oasis en medio de la soledad y la aridez del desierto, un lugar donde la vida y la muerte, la belleza y la fealdad, eran completamente capaces de convivir en armonía.

Pero aunque todo el sitio tuviese el don de convocar a cualquiera a una sensación de innegable paz... no era así como él se sentía en estos momentos.

Ricardo no podía sacar de su mente las terribles noticias que había recibido acerca de las catástrofes que habían estado ocurriendo en el caribe. Las imágenes de tormentas, inundaciones y terremotos lo atormentaban constantemente. La devastación parecía estar en todas partes y no había forma de saber cuándo terminaría todo aquello.

DESTELLO DE ALMAS : UN ALMA LIBRE     LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora