Idylla siempre había tenido una obsesión con su nombre.
No era que le encantara, tampoco que lo odiara, pero en su pueblo, la gente solía decir que cada nombre tenía poder, cada uno debía ser honrado en su significado al haber sido elegido por sus padres especialmente para él.
El problema venía entonces, pues Idylla no sabía exactamente lo que sus padres esperaban de ella al haberla llamado así. Perfecta. ¿Cómo se suponía que honrara eso? ¿Cómo sabría si lo había logrado o si había fallado? Sus padres no parecían dispuestos a responder esas preguntas, pues apenas tenía diez años y creían que no estaba lista para ellas.
Sin embargo, parecía que sí estaba lista para otras cosas. Cosas que la asustaban de muchas formas, para las que no se sentía preparada. Idylla hubiese preferido que sus padres respondieran las preguntas para las que no creían que estuviese preparada, que estar preparándose para lo que se suponía correspondía a su edad.
No era raro, sabía que la mayoría de las chicas se comprometían y casaban a los doce años. Siempre había sido así. Su madre, Jun, lo había hecho por lo que tenía apenas veintitrés.
Muchos decían que había sido difícil para ella, pues sus padres no habían tenido la mejor posición en la tribu y fiel a la tradición, Jun era terriblemente honesta para el gusto de la mayoría de los muchachos de Dacia, lo cual aunado a sus rasgos extranjeros —de los cuales Idylla había heredado sus poco comunes ojos cafés y el cabello castaño y ondulado poco propio de su gente—, no habían hecho más que disminuir sus posibilidades.
Todo lo contrario a su caso, alabado por las decenas de mujeres con las que su madre trabajaba en la tienda de costura, pues a pesar de sus desventajas físicas, había florecido mejor de lo esperado, lo suficiente como para llamar la atención del hijo del líder, quien había comenzado el cortejo a su familia apenas después de su décimo cumpleaños. Era una maravilla, pasaban de una familia de muy baja categoría a posicionarse como la segunda familia en la cadena de poder, todo a pesar de que los Viejos Padres habían decidido bendecirlos con una única hija en lugar de un varón que pudiera heredar los logros en combate de su padre.
Idylla había recibido extraños regalos desde entonces. Cosas que se suponía que la halagaran: joyas, vestidos, accesorios, incluso perfumes, algo lujoso e imposible para cualquier mujer de Dacia, pero ella seguía sin estar interesada en eso. Lo único que amaba eran los amuletos mágicos que su padre le enseñaba a hacer por las noches cuando volvía de sus rondas de vigilancia; amaba imitarlo con algunas cuentas y luego jugar con An y Zan, sus dos únicas muñecas, a que esos amuletos las hacían tan fuertes como para derrotar un ejército, un juego que sus amigas no parecían entender del todo.
Ahí estaba una cosa más para la que Idylla no se sentía preparada y de paso, una que la hacía sentir que no honraba su nombre lo suficiente. Ella nunca había sido muy popular entre las demás niñas. No podía decir que era solitaria o que no tenía amigas, pero encontraba extraño el cambio de las niñas de su edad, quienes parecían decididas a imitar a sus madres y conseguir muy pronto un arreglo matrimonial. Ella había conseguido el suyo antes que nadie y con eso, el resto la seguía por doquier, tratando de entender qué había hecho para conseguirlo, pidiéndole consejos que ella no podía darles y negándose a seguirla en sus juegos, seguras de que eso no era más para ninguna ellas.
Ella era la afortunada, la que lo había tenido fácil, la que no tenía que esforzarse para tener la vida hecha. Se casaría con Talaí y si los Viejos Padres seguían bendiciéndola, pronto le daría un heredero varón y podría dedicar el resto de sus días a hacer lo que deseara.
Solo que Idylla no podía verlo de esa forma.
Antes de irse a dormir, todas las noches rezaba a los Viejos Padres para poder verlo como todos los demás hacían.
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HIJOS DE DACIA
FantasyCompendio de cuentos canónicos de personajes originarios de Dacia, el reino de los viejos padres al noreste de Ziggdrall y que a día de hoy, era un misterio