CAPITULO 35

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El sol inclemente del desierto derramaba su radiante fuego sobre la vastedad árida, despertando un manto de destellos dorados en el horizonte inmóvil. Ricardo, ajeno a la implacable incandescencia, se alejaba a paso firme y decidido de las caravanas que se desvanecían tras él. En su corazón albergaba un anhelo, un deseo enigmático que lo impulsaba a internarse en lo desconocido del mar de dunas y mesetas.

El perro, cuyo pelaje daba la ilusión de resplandecer como la aurora, seguía fielmente sus pasos de manera incansable. Sus patas iban dejando pequeñas marcas de vida en la arena que se extinguían con el veloz susurro del viento. Sus ojos eran dos orbes enormes, chispeantes y vivaces, que escrutaban hacia el horizonte con una mirada impregnada en una curiosidad infinita que parecía trascender lo tangible.

Ricardo todavía no sabía cómo llamarlo. Aunque tampoco era algo que le importase mucho en estos momentos. Si bien estaba disfrutando de la compañía del cuadrúpedo, no tenía intenciones de fortalecer la relación animal-humano durante mucho tiempo más. Quizás el perro se olvidaría de él en cualquier momento y echaría a correr al descubrir que Ricardo no poseía nada de comida para darle.

Con eso en mente, Ricardo se cuestionó en su mente cuánto tiempo más se quedaría. Pero eran de esas preguntas retóricas cuya respuesta poco importa.

Continuó su camino entre las ondulaciones de la inmensidad desértica, hasta que un prodigio de rocas se hizo notar, emergiendo desde el suelo como un monumento ancestral. Era una masa colosal, una titánica manifestación de la naturaleza encarnada en piedra, cuyos contornos caprichosos y salientes puntiagudas, se alzaban para crear sombras tempestuosas en su vasta extensión.

Ese era el sitio perfecto.

El organismo de Ricardo ya estaba bastante agotado por una caminata extensa a través de Olympia que se sumaba un tramo extenso de desierto, por lo que anhelaba con ansia un momento de serenidad y paz. Buscó un buen sitio y se dejó caer en la acogedora sombra de la formación rocosa.

Ricardo se acomodó en la suave arena, cruzando las piernas con delicadeza mientras la quietud del desierto envolvía su ser. Inspiró profundamente, permitiendo que el aire cálido llenara sus pulmones y luego, con calma, fue expulsando lentamente todas las preocupaciones acumuladas. El vaivén de su respiración se convirtió en un ritmo constante y controlado, en un vínculo sagrado con el flujo vital del universo.

Cerró los ojos con suavidad y dejó que sus sentidos se sumergieran en la sinfonía del entorno.

El murmullo del viento, como un suspiro de sabiduría ancestral, comenzó a acariciarle los oídos. El suave roce de la brisa en su piel le recordaba la delicadeza de los lazos invisibles que unen todas las cosas en el vasto tejido de la existencia.

En lo profundo de su ser, Ricardo buscaba el centro, ese lugar sagrado donde la mente se aquieta y el alma encuentra su equilibrio. Visualizó una llama interna, un punto de luz incandescente que arrojaba su brillo sereno en las sombras de sus pensamientos inquietos. Dirigió su atención hacia esa llama, hacia el núcleo íntimo de su ser.

La inmensidad del desierto se disolvió en su mente, dejando solo la serenidad y la vastedad de su interior. Allí, en el infinito horizonte de su conciencia, se manifestaron imágenes y símbolos: pétalos de loto que se abrían lentamente, un arroyo serpenteante que cuyas aguas fluían con gracia, estrellas fugaces que trazaban senderos de luz en el lienzo de la oscuridad.

Los pensamientos, como nubes errantes, pasaban por su mente, pero Ricardo los dejaba ir sin apegarse. No se juzgaba por su presencia, simplemente los observaba con una calma impenetrable y los dejaba marchar con la misma suavidad con la que habían llegado. Era una danza delicada, una sinfonía de aceptación y liberación.

DESTELLO DE ALMAS : UN ALMA LIBRE     LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora