La universidad de los muertos vivientes

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Cada vez que echo la vista atrás odio más a la Universidad Rey Juan Carlos, concretamente el campus de Alcorcón. Antes adoraba venir a estudiar y a procrastinar en el césped tomando cafés. Ahora que se ha convertido en mi casa la odio con toda mi alma.

Desde el día que se desató el brote y el mundo ardió en pedazos mientras los muertos vivientes devoraban esos trozos humeantes mi vida se ha resumido en sobrevivir. El apocalipsis me pilló en clase de antropología y casi toda la gente que había en el campus murió, se convirtió en zombi y volvió a morir cuando algunos quisieron hacerse los héroes sacados de The walking dead, evidentemente salió mal y solo sirvió para que se sumasen más adeptos a las filas de los no muertos.

No me avergüenza reconocer que yo fui el único que supo cómo reaccionar y sobrevivir sin llamar la atención. Para algo he estado malgastando mi vida viendo la mentada serie de zombis y demás parafernalia apocalíptica, de hecho, debe seguir en mi casa la mochila con todos los suministros y armas que creé con la esperanza de poder usarla algún día. Cruel ironía que me pillase en clase y no pudiese ni estrenar la mitad de las cosas.

Los primeros días todo fue un caos, la gente moría demasiado rápido y sin ofrecer mucha resistencia, pero, por suerte para mí, los pocos supervivientes que quedaban atrincherados en el campus decidieron que era buena idea ir a explorar el hospital y se llevaron a las hordas de zombis con ellos y bueno, el resto es historia. El caso es que el campus se quedó vacío y yo me adueñé de él, convirtiéndolo en mi hogar y fortificándolo como si de una cárcel de máxima seguridad se tratase, aunque más rudimentaria gracias a los materiales que fui encontrando por aquí y por allí.

Ahora que han pasado varios meses y las cosas se han calmado relativamente, porque vivo entre un hospital deshabitado y desabastecido, uno abarrotado de zombis y un parque comercial que debe de estar igual de plagado que el hospital, me permito salir más de mi escondite, un despacho al final del edificio de gestión que estaba lo suficientemente apartado como para que nadie se molestase en llegar hasta él. Allí pasé las primeras semanas escondido, deseando con todas mis fuerzas que nadie me encontrase, sobreviviendo con lo poco que conseguí coger por el camino y lo que había ya en el despacho. Sin embargo, ahora que el nivel de mortalidad se ha reducido considerablemente con la disminución de muertos vivientes en el campus he podido hacer un par de viajes a la cafetería y a la clínica en busca de suministros sanitarios en caso de que pueda necesitarlos.

Mi vida se ha convertido en una carrera contra la muerte, aunque no me quejo, porque estoy viviendo un sueño, pero se hace algo aburrido estar siempre sola son nadie con quien comentar el avance del apocalipsis. Desde que el grupo revolucionario se marchó al hospital y los bandidos saquearon la cafetería, que ya había dejado yo vacía, no he vuelto a tener contacto con ningún humano vivo.

Bueno, no es momento de pensar en eso. Salgo de mi escondite, un hueco que creé en la pared del auditorio y que tapé con unas butacas para cuando no pudiese llegar a alguno de los otros dos refugios que he repartido entre el despacho abandonado del edificio de gestión y uno de los trasteros del edificio de laboratorios. Estos son mis tres principales refugios, los que puedo llamar como hogar, aunque de hogar no tengan nada y lo importante lo lleve siempre en la mochila colgada al hombro.

Saco los auriculares del bolsillo del pantalón y los conecto al teléfono, afortunadamente el día que todo estalló llevaba mi adorada batería externa solar con la que he podido mantener mi teléfono todo este tiempo. No es que lo pueda usar para mucho, pero cumple su principal función que es usarlo como radio que rara vez funciona y capta alguna emisora que aun transmite y, de vez en cuando, escuchar alguna que otra canción para evadirme de la realidad, aunque eso siempre lo hago cuando estoy completamente escondido y a salvo, sin exponerme ni un ápice.

El códice de los pétalos perdidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora