La noche casi ha terminado y Alan sigue ahí; escondido entre las pesadas y polvorientas cortinas de poliéster que, a duras penas, dejan escapar algo de la tenue luz de la recámara. Está buscando algo. Se nota en su mirada. En sus irritados y temblorosos ojos que aún se niegan a parpadear, que todavía esculcan entre las sombras de la calle cualquier atisbo de vida, pero, en el exterior, todo sigue en calma.
Afuera no hay más que silencio y eso le preocupa. En el fondo de su corazón sabe que eso no es normal... que eso solo es una señal de que hay algo ahí. Asechando. Esperando.
Sin darse cuenta, Alan traga saliva y lleva sus gastados dedos hasta la cruz de plata que rodea su cuello; la acaricia, más por costumbre de años que por sentirse realmente protegido y suspira. Con ese simple gesto cansado vuelve a la realidad. Vuelve a su habitación débilmente iluminada por velas baratas y observa el reloj digital atado a su muñeca.
Son las cuatro con diez.
El solo leer esos números le devuelve el cansancio del que se había olvidado y, por fin, después de horas, deja su puesto de vigilancia. Sus pies descalzos se arrastran a la descuidada mesita de noche, ese mueble donde la cafetera permanece conectada desde el día en el que fue comprada. Rellena por quinta ocasión su taza con el café de la máquina para después colocarla entre sus agrietados labios.
Instintivamente, el muchacho cierra sus ojos. Se permite divagar un momento con el aroma del café colombiano; el vapor cubre su rostro, le relaja y le incita a dar el primer sorbo. Un trago más que insípido.
En sus adentros, Alan sabe que esa cosa que pasa por su garganta no es café, apenas es agua con algo de sabor culpa de los residuos pegados a la taza sucia. Al final, se limita a observar con pesimismo el cesto de basura donde se encuentra el empaque del grano tostado y vuelve a suspirar. Sabe que tiene que volver a salir. Las compras no se harán solas... no de nuevo.
La sola idea de ir al exterior le obliga a llevar su rasposa mano hasta la nuca, acaricia su piel pesadamente en señal de lástima, como un signo de autocompasión mientras que, en su rostro, se termina de dibujar una mueca de desencanto, una expresión que terminó volviendo, como siempre, a las gruesas cortinas.
Ahora, con la taza entre sus manos, Alan arrastra sus pies a través del suelo laminado, sintiendo con cada uno de sus pasos el sutil calor nacido de las velas; llegado a la mitad del camino, algo se siente diferente. Simplemente anormal.
Frío. La habitación se ha enfriado sin más aviso que el vaho salido de las comisuras de sus labios. Al darse cuenta, ya era tarde. Sus ojos se abren al límite y da media vuelta lo más rápido que le es posible, forzando así un rechinido molesto; soltando la taza con tal de llegar de nuevo a la mesita.
En cuanto la taza toca el piso, en el momento cuándo el café y la porcelana se separan, el edificio se sacude violentamente.
"¡Por el amor de Dios! ¿Es enserio?". Exclama Alan entre dientes después de acomodar la cafetera que ha logrado atrapar en el aire, tras cerrar sus puños y dirigirse a la ventana... Luego de abrir las cortinas bruscamente y darse cuenta de que en el vidrio, ese que ahora encuentra manchado por las bajas temperaturas, se dibuja lentamente desde el exterior un mensaje dirigido a su persona. Unas palabras solo para él.
"Q, u, i, e, r, o, e, n, t, r, a, r."
La vena en su frente comienza a temblar; sus cejas se curvan y entrecierra los ojos buscando de nuevo esa señal de vida a través del pequeño espacio que dejan los trazos... y la encuentra. Al fondo, entre las sombras del callejón frente al edificio de apartamentos, se observan un par de puntillos rojos como la sangre, algo apenas perceptible a la distancia pero Alan los nota.
"Ese bastardo". Susurra para después acercarse a la ventana y exhala sobre el vidrio, dejando una mancha lo suficientemente grande para escribir su respuesta:
"J, ó, d, e, t, e".
En cuanto separa el dedo del vidrio, el temblor se detiene, el calor vuelve de golpe y los puntos carmesíes en el exterior se difuminan, perdiéndose en la negrura de las calles.
"¡Son las seis cincuenta de la mañana! ¡Son las seis cincuenta de la mañana!" Advierte la bocina del reloj digital antes de soltar el estridente canto de un gallo. Alan se sobresalta, alejando su atención del exterior. Lleva rápidamente sus dedos hacia el botón de la alarma y lo presiona con fuerza, al punto en el que su mano se engarrota.
De nuevo, todo es silencio.
Vuelve en sus cinco sentidos y barre la habitación con los ojos. Debe haber algo raro, le dicta la paranoia en su cabeza: las velas siguen en su sitio, el colchón desnudo está ahí, pegado a la puerta de madera comprimida y la cafetera junto a los trozos de porcelana permanecen en el suelo. Todo está igual... pero no. Él sabe que no es así.
Sin darse cuenta, su respiración se torna rápida y profunda. Recorre de nuevo cada rincón de la habitación esperando encontrar algo fuera de lugar. Una y otra, y otra vez sus ojos se enfocan en los mismos lugares hasta que algo en su mente hace click.
La mayoría de las velas se han consumido.
Temeroso, lleva su muñeca a la altura del rostro solo para confirmar sus sospechas pero, antes de siquiera leer los números en la pantalla, es bañado por los primeros rayos del sol. Es ahí cuando su breve paranoia cobra sentido. Ha perdido un par de horas.
Bueno, pudo ser peor. Medita Alan tras dirigir una débil sonrisa al interior de su habitación, tras observar cansado la decadente decoración que cubre el piso y las paredes... mientras observa la suciedad dejada por las violentas sacudidas. Al final, sus brazos caen por sus costados. Se ha resignado a postergar la tarea de acomodar todo con tal de dormir aunque sea un momento.
Como si fuese parte de un ritual, el muchacho apaga las velas una por una recorriendo toda su habitación para llegar finalmente a las faldas del colchón. Una vez que se desprende un hilillo de humo de la última mecha, Alan se permite tomar asiento. Allí, en esa posición tan vulnerable, esculca dentro de sus ropas percudidas, sacando un cuaderno forrado en piel oscura. Luce viejo; las esquinas achatadas y los bordes gastados de las hojas le delatan.
Él lo acaricia, recorre suavemente con su pulgar los nombres escritos en plata sobre la cubierta arrugada: Héctor Vyako, Lilian Carrol... Alan Bowen. Cada letra parecía significar algo para su tacto, para su vista y su memoria. Sin darse cuenta, se ha vuelto a perder en sus pensamientos y en el patrón que recorre su dedo. Se siente cómodo, inmerso en sus adentros hasta que, sin querer, toca el rosario que envuelve y sella la libreta. Solo tocar ese amuleto humedece sus ojos y le permite continuar su tarea autoimpuesta.
Gentilmente, remueve el collar dejándolo sobre el colchón y empieza a deambular pausadamente entre las páginas amarillentas, entre las hojas rellenas con notas escritas por diferentes manos. No pasa más de la mitad de las hojas cuando llega, por fin, a la primera página en blanco. Toma su pluma de igual forma como extrajo el cuaderno de sus prendas y lleva la punta a su boca, mojándola lo necesario para revivir la tinta seca y empezar a escribir bajo la cálida luz del sol.
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Como estaca para el corazón
VampireTodo empieza con una tormenta. La lluvia, el viento, los rayos. Mi abuela siempre dijo que un clima así solo puede traer malas noticias... cosas como un enorme lobo suelto en la ciudad, la desaparición de un ser querido o, tal vez y solo tal vez, l...