Enfermo.

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Todo siguió su curso por dos meses más, pero al pasar ese tiempo, Tom comenzó a sentirse, no enfermo... solo mal. Algunas veces amanecía con mucha hambre, otras veces no quería ni ver la comida, y eso era algo que cada vez se notó más, y empeoró.

El mayor, una tarde, a mediados de febrero, esperaba a Bill en el primer piso de la choza. Estaba comiendo de un cuenco formado por la mitad de un coco. Era una combinación de pescado con crema de coco (que hacían moliendo la piel de la fruta). Y la comía de forma casi desesperada. No había terminado de llevar la cuchara a su boca, cuando ya había vuelto a tomar comida con ella.

El menor bajo las escaleras a sus espaldas y lo abrazó sensualmente, para comenzar a besar su cuello, pero simplemente su hermano lo ignoro.

– Ya deja de comer, estás engordando – le reprimió y le quitó el plato de las manos, para dejarla en uno de los escalones – ¿Vienes a darme calor? – preguntó con una sonrisa. El de rastas lo miró y asintió, aun masticando.

En cuanto su gemelo desapareció, Tom tomó de nuevo el plato y volvió a llevarse la cuchara rebosante a la boca.

Unos minutos más tarde, apenas hubo terminado, subió y se dedicó a mimar un rato a su hermano, antes de dormir. La noche pasó sin contratiempos. Los problemas llegaron por la mañana.

El sol tenía ya un rato de haber despuntado, y el chillido de un ave despertó a Bill. Se talló los ojos y miró a su lado, donde debería de estar su gemelo, pero el espacio se encontraba vacío. Eso era demasiado extraño. Se levantó, repentinamente alarmado y se asomó por la ventana. Lo encontró allá en la roca, de rodillas, vomitando.

– ¡Tom! – gritó preocupado, y bajo lo más rápido que pudo hasta donde estaba el mayor.

– No... no vengas – le pidió, pero el menor lo ignoró y lo ayudó a ponerse en pie.

– Eso te pasa por comer hasta atragantarte – lo regañó.

– No, Bill... sigo volviendo aún si no como nada en todo el día – explicó con expresión atemorizada.

– ¿Te sientes... enfermo? – le preguntó frunciendo el ceño.

– No lo sé – exclamó con fuerza y se tomó las rastas con ambas manos, en un gesto de ansiedad – No me siento enfermo, pero me siento... raro.

– ¿En qué sentido?

– Pues... ah... mira mi cuerpo ¿notas algo raro?

– ¿Estás más gordo? – adivinó riendo.

– Eres un imbécil – respondió de manera seria y brusca, pero sacudió la cabeza y se adelantó unos pasos para tomar las manos de su gemelo – Mira – señaló y llevó sus manos hasta sus pectorales – ¿Sientes algo raro?

– Estas... hinchado...

– ¡Sí! – Vaya... pues... no sé, ¿qué más sientes?

– Por las mañanas siempre tengo nauseas. A veces me da un hambre brutal, y otras veces no quiero nada de comer.

– Eso ya lo he visto.

– También a veces, no sé, siento que me voy a caer de un momento a otro – dijo con incertidumbre.

– ¿Te mareas?

– Sí, eso.

Ambos se quedaron en silencio por unos minutos, hasta que Bill rompió ese silencio.

– Me rindo, no sé qué tengas.

– Como sea – se rindió torciendo la boca – Vámonos, tengo hambre y me he cansado de solo estar aquí de pie hablando contigo – dijo en tono grosero.

La laguna azul - TWCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora