Capítulo 1

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     No quería ver nada; opté por cerrar los ojos con fuerza y deseé desmayarme para no ser consciente de lo que me estaban haciendo. Recordé cuando, de niño, aprendí que mi cuerpo era resistente a la anestesia; me había partido en dos la uña del dedo gordo del pie, jugando fútbol en media calle con los vecinos. El hallux se me puso morado y dobló su tamaño, por lo que tuvieron que llevarme al ebáis la mañana del día siguiente. Lloré cuando la enfermera me arrancó con pinzas lo que quedaba de uña, a pesar de que insistí en que todavía era capaz de percatarme de lo que estaba haciendo. 

      —Ya le puse mucha anestesia, no puede sentir nada —le dijo a mi mamá. 

      Papá me regañó por llorón. Señaló que todo fue mi culpa, no solo por haber desobedecido a mi madre cuando ella me pidió que entrara, que ya era tarde, también por haber pateado una bola con los zapatos duros que usaba para ir a la escuela. 

      —Por bruto —me acusó. 

     Años después sudé igual en la silla del odontólogo que me había arrancado dos molares superiores, uno de cada lado. Faltaban los dos de abajo, de cada lado también. Seguido me preguntaba si todavía sentía, yo murmuraba que sí, ¡y vaya que sentía! En principio intenté parecer calmado. Ya tenía veintidós años y no me ilusionaba ponerme a llorar como en mi infancia, hasta cerré los ojos creyendo que, si no lo veía meterme los aparatos en la boca, mi cerebro no se inventaría maromas que acrecentaran el dolor, pero ¡qué va! Las pinzas con las cuales tironeaba de mi muela me hacían sentir que, con un poco más de presión, me iba a romper la mandíbula. Me sujeté a la silla emplasticada con mucha fuerza volviendo mis nudillos blancos; era mi intento de no levantar el brazo para apartar al doctor, o más bien, estudiante de odontología. 

     Mis padres dijeron que no tenían plata para ponerme los brackets después de empezar a pagar clases de teatro para Marianela, así que con lo que me ganaba en el trabajo de medio tiempo en el Call Center, ahorré y me conseguí una oferta en una clínica universitaria. Me atenderían los estudiantes que hacían sus prácticas, supervisados por sus profesores, así que acepté. Mi dentadura era el mayor complejo de mi físico: había más orden en los granos de una mazorca de maíz que en mi boca; como una reacción en cadena, eso me dificultaba lavarlos bien y acabé con caries en la muela. Cuando me fui a atender porque ya no aguantaba el dolor, el dentista empezó a repetirme: 

     —Abra la boca, más, ábrala más. —Ya no podía y así se lo hice saber. —Pero no está abriendo casi nada ahí. Así no puedo trabajar. —Qué viejo más necio, de veras. Llamó a una especialista en articulación temporomandibular (ATM) que, después de revisarme, dijo que había un problema: estaba trabada mi articulación temporomandibular. No entendí mucho. Me mandaron varios ejercicios y me recetaron ortodoncia. 

      —Usted no se da cuenta —dijo ella—, pero no tiene calidad de vida. —Esa frase me marcó, aunque al principio me resistí: ¿cómo no me iba a dar cuenta si el que estaba viviendo mi vida era yo? Pero luego llegó él... Me estoy adelantando. 

     Al parecer el salón de mi boca tenía demasiadas sillas para el baile y necesitaba despejarlo, quitar unas cuantas a fin de que todo se viera en orden. Me mandaron a sacarme cinco muelas, una de ellas era la cordal superior derecha y esa solo iba a salir con cirugía, así que la dejamos para otra ocasión. Creí que, si me quitaba las cuatro primeras de una sola vez, iban a arreglarme la sonrisa más rápido. Todavía me arrepiento. 

     Empecé con pequeños quejidos. La luz blanca sobre mi cara y el estudiante con lentes y cubrebocas me hicieron pensar que ya había muerto, que estaba yo en una morgue, sintiendo cómo me diseccionaban, cosa rara porque empezaban por mis dientes. El olor odioso de los guantes de látex me daba otra pista de mi aborrecible 8existencia. Me pesaba el tubo que colgaba de mi labio succionando la saliva y la sangre de fuerte sabor a sal. 

Esencia de Romero [Extracto del libro]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora