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Cuando llegué al salón, todos se giraron hacia mí. Vi el momento exacto en el que se dieron cuenta de que mis ojos estaban empapados de lágrimas y sus expresiones pasaron de la sorpresa a la lástima.

No me importó. Yo también me sentía así conmigo misma.

Camillo ya no estaba.

Me quedé paralizada unos segundos. No sabía qué hacer. Necesitaba salir de ahí y no volver en unas horas, pero no tenía adónde ir. Me estaba asfixiando ahí dentro.

Chiara se plantó delante de mí con una mueca de preocupación.

—Mar, ¿estás bien?

Era obvio que no lo estaba, y ella lo sabía. Negué con la cabeza.

—¿Puedo puedo dormir en tu casa hoy?

—Claro que sí.

Me rodeó los hombros con el brazo y se despidió de los demás antes de salir por la puerta junto a mí.

Caminamos en silencio por las calles de Roma. Creo que fue la única vez que paseé por la ciudad sin la mirada perdida en los edificios o la cabeza apuntando al cielo. Fue la única vez que paseé por la Ciudad Eterna con la mirada clavada en el suelo. Porque no quería ver. No quería ver más.

Chiara no me preguntó en ningún momento por qué estaba llorando, por qué Alan había reaccionado así ante las palabras de Camillo o qué había pasado en la habitación; simplemente respetó mi silencio y me dio mi espacio para que hablara cuando estuviera lista. Se lo agradecí con una pequeña sonrisa a penas perceptible por culpa de las lágrimas que seguían cayendo como cascadas de mis ojos.

Llegamos a su casa y la seguí hasta su habitación. No me di cuenta de que había estado sujetándome todo este tiempo hasta que me soltó.

—Tú puedes quedarte aquí. Yo dormiré en el sofá.

Me sonrió con ternura y esperó un par de segundos a que yo contestara algo. Como no lo hice, dio media vuelta y fue a salir de la habitación.

—Chiara, espera —Se giró y me miró expectante—. ¿Puedes dormir conmigo? No quiero estar sola.

Ella asintió al instante. Su cama era lo suficientemente grande como para que cupiéramos las dos sin problemas y me alivió muchísimo que no pusiera ninguna pega, porque en ese momento no me veía con fuerzas para insistir por nada. Temía ahogarme en mis pensamientos si me quedaba sola.

Eran las diez y media de la noche, pero Chiara no se lo pensó dos veces antes de ponerse el pijama y prestarme a mí una de sus camisetas para que durmiera cómoda. Estaba agotada. Solo quería apagar mis pensamientos y olvidarme de lo que había pasado durante un rato; y ella lo sabía.

Me preguntó si apagaba ya la luz, yo le dije que sí y las dos nos tumbamos en la cama. A los quince minutos, ni ella ni yo estábamos durmiendo. Y yo, por mucho que necesitara descansar de la vida, necesitaba todavía más hablar.

—¿Puedo contarte algo? —le pregunté en un susurro. No nos hacía falta hablar más alto.

—Claro, Mar —respondió al instante.

—Creo que rompo todo lo que toco. Creo que me han enseñado a querer mal y ahora no sé hacerlo bien. Creo que le estoy haciendo daño a Alan al enfadarme con él por tonterías y no me entiende porque yo tampoco lo hago. Creo que eso que tenemos tiene que acabar ya porque cuando más dure peor será el final. Y creo que le quiero, pero que no lo hago como él se merece.

Reinó el silencio en la habitación durante unos largos segundos. Se oía la respiración de Chiara en la oscuridad.

—Crees muchas cosas, Mar, pero eso no significa que sean todas ciertas.

Las consecuencias de un nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora